En un libro al puro estilo Agatha Christie, en el que varios personajes visten el traje de culpables pero sólo uno lo será en el final, la voz de Raúl Ruiz inaugura el relato: “El mundo real no es más que la suma total de los senderos que no llevan a ninguna parte”. El libro en cuestión se llama The act of Roger Murgatroyd: an entertainment, de Gilbert Adair -guionista de Los Soñadores de Bertolucci a partir de su propia novela- y  es citado por el colosal Jonathan Rosenbaum en su texto “En defensa de los spoilers”. Como siempre, el pensamiento de Ruiz trasciende la síntesis de la cita y sacude el avispero con la precisión de su glosa. Su epígrafe, que desarticula la vana prepotencia de explicar el mundo, podría caber perfectamente como prólogo de La noche del crimen (La nuit du 12 en su título original, aún más certero en su laconismo).

En su noveno largo, estrenado irónicamente en la sección Nuevos Autores del festival de Mar del Plata en 2022, Dominik Moll abandona el determinismo de su anterior película (Sólo las bestias, un relato coral hiperconectado que enciende las alarmas del Iñarritunismo, virus del cual Moll demostró estar saludablemente inmunizado), y se sumerge en un caso policial que, tal como se anticipa en el inicio, será uno de los tantos que año tras año quedan sin resolver en Francia. Esa estrategia formal, que desestima un suspenso que la progresión dramática juega a olvidar para involucrar al espectador en los resortes de la ficción, es una clara puesta en abismo. Del acto de narrar, de sus personajes, y del sentido mismo de hacer un cine que asuma riesgos. Proponer el fracaso, transitar obstinadamente los caminos que conducen a él, detenerse en los detalles. Nada de resoluciones ingeniosas, ni de héroes que investigan hasta encontrar la punta del ovillo.

La trama se ubica en las afueras de Grenoble, ciudad montañosa que se ve sacudida por un femicidio sin culpable aparente. La naturaleza no es un mero continente, ni una excusa para encuadres preciosistas; en su silencio, en un paneo que asciende para respetar el desequilibrio de un detective que no sabe ni puede estar a salvo de sus problemas de pareja, o en los trayectos en auto y en los planos generales de la estación central de policía, el entorno se vuelve un personaje más. Un testigo en silencio. 

En La noche del crimen, y a pesar de su fracaso anunciado, el caso avanza en diversas direcciones. Tal vez, la figura que mejor lo represente sea la de un círculo que acaba siempre en el mismo punto vacío. Cada testimonio que logran recoger los investigadores, hiere la coraza de una intimidad que se vuelve pública, observada desde el tamiz de la sospecha. El pasado inmediato de Clara, la chica veinteañera asesinada, se convierte en un enigma, y en sus múltiples bifurcaciones, los policías recomponen un historial de encuentros sexuales y romances que los desconcierta. Algunos juzgan, otros escuchan y se aplican metódicamente a constatar los hechos, que se escurren como la niebla. Yohan, el policía a cargo, lleva una vida solitaria, aséptica. Por las noches, agota su cuerpo en el velódromo local, girando hasta quedar exhausto, consciente tal vez que sólo puede avanzar sin detenerse, y que mientras lo haga, la línea que marca su camino en la pista será engañosamente recta. Durante el día, intentará presionar a los posibles sospechosos, tratando de ejercer un dominio psicológico que pronto entenderá inútil. Sus herramientas son escasas, su perplejidad aumenta y nada parece colaborar para que en su mente se desvanezca, al menos por un rato, la imagen de una Clara sonriente, que observó en una foto familiar al inicio de la investigación.

Apenas nos alejamos del destino del cazador, que sabemos fallido, nos ubicamos en otro plano: la observación minuciosa de un proceso y aquello que provoca en su protagonista, algo que Moll maneja con gran pulso cuando decide no condescender a ciertas afirmaciones discursivas. Esta suerte de tironeo entre dos formas antagónicas (la observación y la enunciación a viva voz) parecen nacer de la inevitable tensión que se presenta al adaptar a otro lenguaje, el libro que la coguionista Pauline Guéna escribió -con pulso de novela- relatando su experiencia de todo un año junto a diversas brigadas de investigación. Hay tres escenas clave en las que ese tono incierto, algo incómodo, se manifiesta con mayor claridad: la conversación de Yohan con la mejor amiga de la víctima, su encuentro con la jueza, y una charla trasnochada con su nueva compañera de equipo. En todas ellas, y en algunas rondas en la mesa de trabajo de la estación, las actuaciones abrigan con una gran dosis de verdad cada una de esas palabras, que parecen provenir aún de algún otro dispositivo formal. Se dirá, en algún arranque de furibundo malestar, que los hombres involucrados sexual o sentimentalmente con la víctima son potencialmente culpables, y que en cierta forma todos lo son. (Antes de esa afirmación, una serie de fundidos encadenados han sugerido lo mismo); se hablará también sobre el estado de las cosas para las mujeres, y cómo la mirada de los hombres moldea la percepción que la sociedad tiene de ellas. Verdades sí, que en su literalidad podrían obturar un relato casi siempre seco, áspero, menos aprehensible, que bien termina arribando, por los caminos del cine, a similares conclusiones.

La noche del crimen acierta en su propuesta a contramano de los finales reparadores, en asumir que no puede ni debe clausurar las contradicciones de sus personajes, y que su tono desencantado también puede ser vital, aún cuando el sentido -de la verdad, del mundo, de la violencia- siempre parece transitar por senderos que se bifurcan, sin llegar a ninguna parte. 

La noche del crimen (La nuit du 12, Francia-Bélgica/2022). Dirección: Dominik Moll. Elenco: Bastien Bouillon, Bouli Lanners, Théo Cholbi, Johann Dionnet, Thibaut Evrard, Julien Frison, Paul Jeanson, Mouna Soulam, Pauline Serieys, Anouk Grinberg, Lula Cotton Frapier. Guion: Gilles Marchand y Dominik Moll, basado en el libro 18.3: Une année à la PJ, de Pauline Guéna. Fotografía: Patrick Ghringhelli. Edición: Laurent Rouan. Música: Olivier Marguerit. Duración 115 minutos.

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