«Si yo no entiendo al filósofo porque no me da la cabeza, soy yo; pero si no lo entiendo porque el traductor se equivocó, entonces es para ir a buscarlo y colgarlo de un árbol.»
Entrevista a Carlos Correas, en El Ojo Mocho, N° 7/8, otoño de 1996.
Parece difícil que una persona capaz de intuir la tragedia subyacente en un hombre que dedica su vida al pensamiento no se emocione imaginándose la vida de Carlos Correas. 1931 a 2000, demasiado apasionado para intelectual, demasiado cabezón para artista o escritor. Dueño de novelas que todos pensamos que son textos filosóficos y de textos filosóficos que todos creemos novelas, su suicidio (primero las venas, después la ventana, sexto piso), más que elocuente, habla hasta por los codos. Es uno de esos escritores del siglo XX a los que el hombre que sufre, aunque no sea adicto a su lectura, puede considerar como hermanos.
Siempre necesitó de un otro al que oponerse o adherirse para empezar a pensar. Los Contorno, Sebreli, Abelardo Ramos, Masotta o Massuh lo ayudaron a hacer crecer sus ideas por oposición; Kierkegaard, Arlt o Kafka por identificación o simpatía. Es decir, fue un negativo.
Escribió un gran cuento, La narración de la historia (en el que su protagonista declara “yo no soy Erdosain”), que se encuentra entre las cumbres de la literatura urbana argentina. En él nos aporta un estilo aceitado y afiladísimo, una visión de la ciudad arrabalera y cerebral y una seguidilla de diálogos de esos que después de leídos se te quedan tatuados en las bolas.
Por ese cuento fue acusado de obsceno y él y Jorge Lafforgue, el director de la revista Centro, donde apareció, fueron procesados penalmente a seis y un mes, respectivamente. El abogado defensor fue Ismael Viñas.
Ante la ley se administra en tres rieles paralelos, que comparten un tema pero no se tocan. Ponerle Ante la ley jerarquiza uno de los tres rieles: los dos directores buscando el expediente de la causa por la cual Correas fue acusado de inmoralidad y pornografía. Imaginate que un expediente de 1959 de un proceso por obscenidad es imposible de encontrar, entonces los empleados públicos pasean a los directores de acá para allá. A esta situación ellos le ven tintes kafkianos, contribuyendo a reforzar el peor de los estereotipos que se dedican a simplificar ese hormiguero prendido fuego que es la obra del mejor escritor del siglo XX. Pronuncian el nombre de Kafka en vano y encima es aburridísimo. Nunca se entiende para qué quieren el expediente.
El segundo de los rieles. Preferiría no haber visto esas escenas dramatizadas con diálogos del cuento de Correas. La voz que uno escucha mientras está leyendo no es humana, por eso su manera de interpretar hace pasar por verosímiles oralidades que es muy raro pensar que van a quedar bien dichas por un actor. Cuanto uno más ama un texto, más desagradable resulta ver una versión literal de él. En este caso, además, a un espectador que no haya leído el cuento le anticipan parlamentos que durante una primera lectura deberían ser sorpresivos por la violencia de la poesía de Correas.
El tercer riel es una fiesta. Todos los amiguitos de Correas hablando (mal) de él. A unos dan ganas de cagarlos a trompadas (Sebreli, Abraham), con casi todos uno se querría quedar charlando toda la noche. Es tan divertido escuchar a la gente hablando sobre Correas que vale la pena clavarse los dos primeros rieles; pareciera que cualquiera, hablando de un personaje tan seductor y magnético y genial e insoportable como era Correas, brilla. Uno se lo imagina pensando a cual de sus amigos o colegas llamar a las cuatro de la mañana para, conversando un poco, distraerse de sus angustias, y le dan ganas de darle un abrazo.
Cuando Correas escribe sobre Masotta no le hace justicia al hombre Masotta. Más bien lo usa y, encima, después del primer capítulo, lo usa desde lejos. Y está todo bien. Yo no creo que en todos los casos la película o libro que se abocan a un hombre tengan que hacer justicia a ese hombre; pero si no lo hacen, deben portar la suficiente habilidad para saber usarlo y, en ese uso, construir un artefacto nuevo tan seductor como para corrernos de estar pidiendo esa justicia a (el hombre cuyos nombre y apellido figuran en el título de la obra). Es decir, modelar una operación. Ante la ley está lejos de modelar una Operación Correas.
Sobre el final de La operación Masotta, Carlos Correas pone:
Una última observación: hay biografías sobre nuestros muertos que revelan que el autor no se ha satisfecho con la muerte biológica del biografiado e intenta más muerte para su hombre, tal vez la definitiva. Es desgraciado. Es sobre todo una estafa para con las previsiones del lector, es renunciar estúpidamente a su amistad ofreciéndole un libro cuyo rencor y aversión lo vuelven de inmediato olvidable.
Al final de Ante la ley, los directores tocan el timbre en el edificio desde el que Correas saltó. Entrevistan a un vecino y le preguntan por qué cree que ese hombre se tiró, cómo era, ¿lo vio distinto los días anteriores al suicidio?, y después pasan al patio interno del edificio al que saltó, filman el piso al que cayó y hacen un zoom a la ventana desde la que se tiró y le preguntan a la empleada de limpieza, que es la misma que en ese año 2000, cuál fue, de esas barandas, la que el cuerpo de Correas dobló por chocarse mientras caía, y la señora de limpieza les responde que la del segundo piso, y entonces le hacen un zoom a la baranda de la ventana del segundo piso, la que el cuerpo de Correas dobló mientras venía cayendo desde el sexto. Después, se meten, con la cámara, en el departamento ese en el que estaba, y pasean un poco en silencio, y enfocan la ventana, y vemos un ratito el departamento ese, en el que estaba antes de saltar.
Ante la ley (Argentina, 2012), de Emiliano Jelicié y Pablo Klappenbach, c/ Tomás Abraham, Bernardo Carey, Edith Elorza, Rafael Filippelli, Horacio González, 138’.
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