La danza no es más (ni tampoco menos) que el movimiento transfigurando sentidos. Uno, varios… ¿cuáles? Los de siempre, los bíblicos, los homéricos, los goetheanos, los shakespereanos: amor, muerte, vida, locura, redención, ambición, necesidad, perversión… todos los que quiera. Todos los que pueda. Todos los que la música inyecte. La música es el combustible de la danza. La danza quema ese combustible. Fluyen a la par. Coreografía, le dicen, cuando esa quema se vuelve estética, orgánica, artística. El cine, capta. Construye. Usa esa danza y esa música para cimentar sus cuadros por minutos en un umbral especial, particular, montado, editado, entramado. El cine es entramado y la música y la danza prisioneros de esa tela de luz y luces. De esta genial Anima de casi 15 minutos de duración.

Yorke y Anderson -Damien Jalet mediante- toman prisioneros.

A la danza, a la música, a través del cine, las toman prisioneras. Al espectador también. Los (nos) meten adentro de su inercia. Uno no quiere salir de ahí. No sabe cómo tampoco. No tiene que saberlo. Esa es parte de la hipnosis de Yorke, de Anderson. Del talento descomunal de ambos.

Occidente. Platón. Su caverna. Sus biombos. Sus sombras. El subte. La modernidad. Los alineados. Todo se reproduce y vuelve a reproducir en su sentido más filosóficamente medular: la verdad como representación. Toda verdad es, en occidente desde la modernidad a esta parte, en realidad, una representación. Yorke y Anderson -Damien Jalet mediante- representan… Se representan. Anima es un disco pero ahora (también) es un corto cinematográfico y una pieza de danza contemporánea. Anima es un estado, uno conflictivo.

En el conflicto, Yorke -tanto en su versión solista como en su versión Radiohead- siempre encontró su anclaje expresivo primigenio: el mundo es distópico, el presente es distópico, el hombre está quebrado, el espíritu no redime, sin embargo, uno sigue viviendo. A ese seguir, hay que darle una épica. Yorke -tanto en su versión solista como en su versión Radiohead- siempre escala su arte, su expresión, desde esta épica: la épica del looser, la épica del huérfano existencial, la épica del marginado social, la épica del raro, del rarito, del formal, del normal, del absurdo. Paul Thomas Anderson hace lo mismo pero desde un registro diferente. Paul Thomas Anderson mata dioses en sus películas a través de la grandiosidad del hombre particular. Hombres singulares que, imitando dioses, los superan, los olvidan, los relegan. La épica de Yorke en su música es cotidiana, mínima, vital. La épica de Anderson en sus películas es sinfónica, potente, visceral.

Se unen entonces -Damien Jalet mediante- en Anima y lo cotidiano se impregna de lo sinfónico, lo mínimo de lo potente, lo vital de lo visceral.

En esta coyuntura de mezclas, simbiosis y potencialidades, la bellísima Dajana Roncione emerge desde la primera luz que nos deja mirar la película, el corto. Dajana Roncione es la pareja en la vida real de Yorke. Dajana Roncione es el sentido de Yorke para cantar (los tres temas que suenan en el corto al menos) lo que Anderson filma y Jalet hace danzar.

Los sentidos, entonces, se entrelazan. Occidente. La modernidad. El amor de Yorke. Las luces de Anderson. La ciudad de Praga. La danza que muestra alienación, contrariedad, obstáculo, asfixia, inercia, corriente, contracorriente. Una búsqueda… ¿El amor? El amor nomás.

Sí, la gran Anima de Yorke en la cámara de Anderson y la coreografía de Jalet es, simplemente (¿simplemente?) el encuentro, la búsqueda, la pérdida y el (re)encuentro del amor en medio de este mundo moderno progresivamente alineado y traicioneramente domesticado.

El amor es lo que persevera entre esa progresión y esa traición; entro lo que alinea y lo que domestica. El amor es lo que despierta, confunde, llama la atención, alerta los sentidos, estimula la vida, el movimiento, el seguir viviendo.

Pero… no es cualquier amor. Se nota eso. Es uno particular. Es uno en particular. Es el de Yorke por Dajana Roncione (el de Anderson por el cine). Por eso Yorke en esta Anima de Anderson le pone el cuerpo a las coreografías; por eso no eligió ni un bailarín ni un actor para representarse en esa búsqueda. Por eso no hay representación en esa verdad, en ese amor.

Hay oscuridad, sí, mucha. Hay cavernas, ruinas, sí, laberínticas, kafkianas, muchas. Hay personas, mujeres, hombres, autómatas, sí, muchos. Hay blanco y negro y pendientes y viento en contra y corriente en contra, sí, muchas. Pero está la búsqueda. Está el seguir buscando.

Está la simpleza del amor y su estímulo.

De ese amor.

Ese de Yorke por Dajana Roncione.

Este de Paul Thomas Anderson por el cine.

Y nosotros, rehenes aún de Anima por más que la luz del sol del final del corto luego de una noche profunda (¿la que muestra, filtrándose, el escape de la caverna, el final de los biombos, el olvido de las sombras…?) se asome entre el viaje por comenzar y el destino por comprender, volvemos a creer -a pesar de que sólo fueron 15 minutos- en ese combustible que quema vitalidades, emociones: la danza, la música, el cine y todos (pero todos) los posibles sentidos que queramos encontrar.

Que podamos y sepamos rescatar. Entramar.

Anima (Estados Unidos, 2019). Dirección: Paul Thomas Anderson. Guion: Thom Yorke. Música: Thom Yorke, Nigel Godrich. Fotografía: Darius Khondji. Reparto: Thom Yorke, Dajana Roncione. Duración: 15 minutos. Disponible en: Netflix.

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