En la versión de Robert Wise y Jerome Robbins, luego de conocer al chico del que se enamora perdidamente, María (Natalie Wood) canta “I Feel Pretty” en el taller de costura donde trabaja. La canción sintetiza la repentina confianza en sí misma y en su belleza a partir de la irrupción del amor. El lugar de la canción en el musical, como expresión del nuevo estado de ánimo del personaje, era parte de una convención que el propio letrista Steven Sondheim cuestionó a lo largo del proceso de escritura de las canciones. “¿Por qué le escribí a una adolescente puertorriqueña las líneas: ‘Me siento linda, ingeniosa y brillante’? Parecen salidas de una obra de Noël Coward” se lamentaba en su momento, según recuerda Tony Kushner, el dramaturgo y guionista a quien Steven Spielberg convocó en 2014 para escribir una nueva versión de Amor sin barreras. Kushner decidió entonces cambiar el lugar en el que transcurría la canción: María comienza a cantar “I Feel Pretty” en una de las tiendas Gimbels, donde trabaja como parte del equipo de limpieza. Entonces, mientras se proclama linda y encantadora entre detergentes y lampazos, los carteles que anuncian la nueva colección de otoño le otorgan a sus expresiones un dejo de ironía y tiñen de una tenue oscuridad esa proclamada aspiración de ser parte del sueño americano.

Es innegable que en la decisión de rehacer un musical con el prestigio de Amor sin barreras la pregunta por la motivación se impone como un interrogante. ¿Para qué volver a filmarla? ¿Para actualizarla a nuestros tiempos? ¿Para corregir dislates como los maquillajes de los falsos puertorriqueños o los acentos impostados? La verdad es que el cine no debería responder esas preguntas. Volver a filmar una historia, ya sea una novela, una obra de teatro o una nueva versión de una película, tendría que gozar del beneficio de la duda y no padecer la queja de la repetición. Evaluarla por lo que es, pensarla en comparación con su origen, pero sin cargarla con la responsabilidad de justificar su propia existencia. Está claro que cuando Jerome Robbins decidió llevar al cine su obra teatral no necesitaba más justificación que aprovechar un éxito que había alborotado a Broadway desde su estreno en 1957 y que anticipaba una renovación en el género que se consagraría en la década siguiente. Eso es quizás lo que no puede conseguir hoy Spielberg, por ello decide no perseguirlo. Reproducir en el presente la ruptura que implicó Amor sin barreras para el musical, no solo por la temática social y la apropiación de la tragedia shakesperiana, sino sobre todo por la moderna coreografía de Robbins, era un camino sin salida en el que el director de Tiburón decidió no aventurarse.

Es que Amor sin barreras no nació con espíritu clásico. Si bien la música de Leonard Bernstein, la posterior consagración como letrista de Sondheim y el lugar que ha conquistado la película con el correr de los años pueden sugerirlo, fue una película atípica y casi anómala en su tiempo. Todavía la tendencia a las “superproducciones” no estaba afirmada, la mayoría de los musicales llegados de Broadway, de más de tres horas de duración, con intervalos y registro operístico, aparecerían años después en el cine, como una estrategia para rescatar al género del naufragio: Mi bella dama (1964), La novicia rebelde (1965), Funny Girl (1968), Hello Dolly! (1969). Todas historias venidas del pasado y afirmadas en el despliegue de producción antes que en la innovación de la dramaturgia y la coreografía que había anticipado Robbins, parte de una generación de bailarines-coreógrafos que incluía a Michael Kidd y al joven Bob Fosse. Amor sin barreras además contó con el innovador diseño de la secuencia de apertura de Saul Bass -quien había trabajado con Hitchcock en los títulos de películas como Vertigo, Psicosis y varias de esa etapa psicodélica-, filmada desde un helicóptero que sobrevolaba la ciudad de Nueva York. Lo que vino después fue una paulatina canonización de la película, que en los 70 fue considerada un anticipo de ese espectáculo moderno que marcaría el ocaso del romance entre el musical y su público.

Pese a ello, y si bien la original no respondía a las variables clásicas de los tempranos 60, su universo estaba modelado por las convenciones de la época: la elección de una soprano para el registro vocal de la protagonista (Natalie Wood fue doblada por Marni Nixon, como también lo sería en Gypsy al año siguiente), la profusión de estereotipos sobre los latinos –quedan al descubierto sobre todo en las referencias negativas a Puerto Rico por parte de las chicas en la canción “América”, que según Kushner en una entrevista con la revista Time responde a que tanto Arthur Laurents, el autor del libro teatral, como el letrista Sondheim pensaban en términos de una inmigración que escapaba de su origen, como había ocurrido con la europea del temprano siglo XX-, vagas referencias históricas, acentos y maquillajes caricaturescos. La artificialidad del género brindaba una coartada para esas libertades que hoy son vistas como escandalosas e inaceptables. Por ello para Spielberg y Kushner el desafío era hacer una película que esquive esos reproches sin sumergirse en la corrección política y que, de alguna manera, de cuenta de cómo aquella obra de innovación hoy se ha convertido en un clásico consagrado.

Entonces, la preocupación a la hora de la reescritura del texto y el ajuste de las canciones – que contó la investigación desarrollada por el propio Kushner sobre la historia de Puerto Rico y el mapa urbanístico de la Nueva York de los 50, la participación del coreógrafo puertorriqueño Julio Monge como asesor del oficial Justin Peck, y las consultas con la historiadora Virginia Sánchez Korrol sobre la presencia de las distintas comunidades de inmigrantes latinos en la ciudad- estuvo determinada por el intento de acercarse a la veracidad en la representación, algo que nunca fue un mandato en el pasado. Los contactos entre Kushner y el recientemente fallecido Sondheim fueron claves para pensar nuevos contextos para aquellas letras, evaluar si algunas descartadas de la versión original podían reaparecer en el 2021 – Kushner cuenta que intentó integrar una de las canciones descartadas pero, como le advirtió Sondheim, no encontró lugar donde ponerla-, y, fundamentalmente, hacer fluir la transición entre los diálogos y los números musicales. Irving Brecher, guionista de musicales como La rueda de la fortuna y Yolanda y el ladrón, decía que lo importante para escribir un musical “es poder incluir los números musicales sin detener la historia”, una de las claves que no todos los musicales de los 60 supieron honrar, por ello algunas películas hoy resultan demasiado fragmentarias o pesadas en su narrativa (quizás el ejemplo más evidente sea Hello Dolly!).

Tony Kushner decidió entonces no retomar el guion de Ernest Lehman –autor de musicales como El rey y yo, La novicia rebelde y la fatídica Hello Dolly!– y regresar al libro teatral de Laurents, de la misma manera que el coreógrafo titular Justin Peck y el asistente Julio Monge recuperaron la impronta acrobática de las coreografías Robbins sobre el escenario. Es claro que el regreso al fundamento teatral le permite a la película soltar los condicionamientos de la dirección de Robert Wise, abiertamente apoyada en el trabajo de montaje antes que en la concepción unitaria de las escenas. He aquí una de las diferencias claves entre aquella versión y esta: Wise, montajista debutante en El ciudadano, consagrado como director en la unidad de terror de Val Lewton de la RKO, llegó al musical con menor experiencia en el género que en el aporte del montaje al ritmo de una serie de historias que eran demasiado largas para el cine, con múltiples escenarios y que requerían una ligereza que antes que la cámara podía dársela la edición. Una de las apuestas más arriesgadas en el montaje del musical que expresó Wise fue Star! (1968), donde jugaba los diferentes rostros de la estrella Gertrude Lawrence (interpretada por la omnipresente en esta década, Julie Andrews) a partir de una serie de puntos de vista dispares que evocaban los ofrecidos sobre Charles Foster Kane en El ciudadano. Sin embargo, en Amor sin barreras Wise rompe la unidad dramática del teatro –evidente en la secuencia inicial-, introduce barridos y efectos de coloración, descompone el cuerpo en el vigor de sus movimientos, corta y remonta para impulsar el ritmo del relato y desarticular la unidad clásica del número musical. Todo un inventario novedoso.

Spielberg, en cambio, va hacia la puesta en escena del musical clásico, incluso se lo podría relacionar con el rol que cumplió Stanley Donen en el crepúsculo del género tanto en su asociación con Gene Kelly (Un día en Nueva York, Cantando bajo la lluvia, Siempre hay un día feliz), como en solitario (Boda real, Siete novias para siete hermanos, La Cenicienta en París). La cámara de Spielberg nunca descompone la unidad de la danza, siempre encuentra el mejor encuadre para el cuerpo del bailarín, incluso cuando trabaja con sets atiborrados de personajes. La decisión de incluir en la historia una pionera gentrificación de Nueva York a cargo del urbanista Robert Moses –quien quería convertir el Upper West Side en un lujoso centro de arte- le permite el uso de la demolición como elemento dramático al mismo tiempo que como recurso de puesta en escena: las grúas deslizan el movimiento de la cámara de un espacio a otro y la película aprovecha la calle, las terrazas y los espacios de desplazamiento para alcanzar el esplendor de la danza y las coreografías.

Lo que la original Amor sin barreras tenía de espectacularidad, la versión de Spielberg lo recodifica en una subterránea emoción que impregna las escenas más importantes. Es interesante, en ese sentido, la inclusión de Rita Moreno como intérprete de Valentina, la versión femenina del Doc original, concebida como eslabón entre los Jets y los Sharks, quien por matrimonio se terminó integrando a esa comunidad ajena sin perder su origen. Es ella quien aconseja a Tony que trate de evitar las disputas sangrientas y también quien interpreta “Somewhere” con una profundidad desgarradora, hundida en el corazón de una pena que no parece haber cesado con el correr de los años. Así, la película consigue sus ecos en el presente, en la consciencia de que muchas cosas no han cambiado tanto como aquel gesto contracultural del género –apropiarse de temáticas sociales que le eran ajenas- parecía anunciar. En ese sentido, el elenco va en sintonía con la decisión: no hay grandes estrellas –pensemos que Natalie Wood en 1961 era una de las grandes promesas del cine de Hollywood, con Rebelde sin causa en su haber y con el estreno casi en simultáneo de Esplendor en la hierba-, se respetan los orígenes étnicos, se conciben los duelos musicales –Bernardo y Riff, Bernardo y Tony, María y Anita- siempre en virtud del sentido de la historia antes que para favorecer el lucimiento individual. Spielberg busca crear ese mundo de ensueño e ilusión que siempre definió al musical aún con la consciencia de sus límites, la constante amenaza de lo real, la virtuosa concepción de su forma como garantía.

La memoria es una de las claves de esta Amor sin barreras. No solo la memoria de un género que se explora a sí mismo en todas sus dimensiones –su condición de artificio pero también su capacidad para contar la historia de los sueños y aspiraciones de toda una generación-, sino también de una ciudad como Nueva York, territorio poblado por diversas comunidades inmigrantes cuyas disputas se saldaron hoy en virtud del negocio inmobiliario, y de una serie de reivindicaciones –en este sentido es importante la inclusión del himno nacional de Puerto Rico, “La Borinqueña”, que no estaba presente en la banda sonora original- y enfrentamientos –blancos de origen centroeuropeo que escaparon de las guerras versus latinoamericanos seducidos por el progreso de un imperio- que no han cesado de dejar en claro la continuidad de las desigualdades y las trágicas repercusiones de esa puja por lo que queda en la repartija. Y en esa clara consciencia del tiempo transcurrido, del mundo del hoy en relación al de aquel pasado, Spielberg escapa a toda declaración rimbombante, hace una película eufórica y apasionada, que ama y comprende a sus personajes, que los acompaña en sus triunfos y sus pérdidas, que no los abandona en sus fracasos. Sin aspirar a rupturas o reinvenciones, ha demostrado que no hay que justificar la filmación de ninguna película, solo disfrutar el placer de su existencia. 

Calificación: 9/10

Amor sin barreras (West Side Story, Estados Unidos, 2021). Dirección: Steven Spielberg. Guion: Tony Kushner, Arthur Laurents. Fotografía: Janusz Kaminski. Montaje: Sarah Boshnar, Michael Kahn. Música: Leonard Bernstein. Elenco: Ansel Elgort, Rachel Zegler, Ariana DeBose, David Alvarez, Rita Moreno, Brian D’Arcy James, Corey Stoll, Mike Faist, Josh Andrés Rivera. Duración: 156 minutos.

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