Una partida policial descubre a Pablo Silva (Rodrigo de la Serna) en un refugio a la vera del río. Cercado como un animal salvaje, con el sonido de los pasos policiales de fondo y los pasillos de esa construcción que lo protege convertidos en el dibujo de un laberinto, su imagen exuda cierta rabia contenida. Enseguida nos enteramos de que Pablo es un guardaparques acusado de un delito, todavía no exonerado y por ello desterrado a un nuevo destino en la provincia de Buenos Aires: el parque Pereyra Iraola. Su figura preserva, en su nueva aparición, el misterio y la inquietud que lo definieron de entrada: los ojos ávidos, el cuerpo en alerta, la mirada opaca.

La ópera prima en solitario de Francisco D’Eufemia se apoya en la construcción de su personaje para definir su itinerario, siempre teñido de silencios y ambigüedades. El Pablo que construye Rodrigo de la Serna es un recién llegado que parece sentirse dueño, que pisa firme aún en el tanteo de sus pasos, que explora el territorio con la astucia de una fiera. Su llegada al lugar despierta varios y encontrados sentimientos. Mariano (Facundo Aquinos) lo recibe con la cortesía justa, Camila (Belén Blanco) con un casual y creciente interés, Venandi (Walter Jacob), el jefe del grupo, con reparos y recomendaciones; ese “tacho de basura”, un lugar librado a la buena de Dios, fue convertido por él en un espacio digno, habitable. Allí se arraiga todavía el rencor de los quinteros que fueron despojados de sus cultivos para ceder las tierras al Parque Nacional. Pero Venandi es su custodio, ataviado de ironía y velado desprecio, que ordena el uniforme de Pablo y su alojamiento en un galponcito maloliente con la secreta esperanza de que su estadía sea corta.

Pablo comienza sus días de trabajo recorriendo los senderos del Parque. Lo acompaña Mariano, bonachón y solícito, algo desconfiado de la seguridad de Pablo ante la naturaleza. En una de las rondas descubren un perro muerto, atrapado en una trampa de cazadores. La entrega del cadáver abre la excursión al territorio militar, prohibido para los guardias del campo, lindante con las exiguas tierras que aún conservan los granjeros. Pablo otra vez marca su presencia, su apretón de manos firme, su espíritu de cazador alerta. Antes de eso habían vislumbrado la silueta de una vieja mansión aristocrática y Mariano evoca las leyendas de los lugareños: hace más de un siglo la familia Pereyra consagró un altar a la memoria de su pequeña hija secuestrada. En el centro del altar había una virgen de oro, que los mismos secuestradores después robaron. Siempre se sospechó que el secuestro podía estar vinculado con un ajuste de cuentas, una disputa por una herencia. “Pero la verdad es que no me acuerdo”, dice Mariano como arrepentido de su indiscreción. Pablo escucha atento y pregunta si hace mucho de esos sucesos, del secuestro, el altar y la virgen de oro. Hace tanto y tan poco, pensamos todos. “Estos llegaron a ser los más ricos del país, dicen que se casaban entre hermanos para mantener la fortuna”. Mientras Mariano completa el cuento Pablo se persigna frente a ese altar vacío y cubierto de yuyos. “Este lugar es raro, Silva. Acá lo único que crecen son las ruinas”.

Al acecho se construye alrededor de la fatalidad que define a todo decadentismo. Las ruinas, los destinos truncos, la gloria convertida en tragedia es lo que sobrevuela en el parque desde la misma llegada de Pablo, algo que a él lo atrae irremediablemente hacia un pantano del que nunca se adivina el fondo. Su siguiente excursión por los caminos más alejados del parque, lindantes con la zona militar, es aún más reveladora. Pablo acecha entre la vegetación a la espera de algún signo, de algo que indique lo anómalo, la presencia de lo que no debe verse. Su astucia le permite moverse con sigilo, penetrar en el bosque y descubrir a un pequeño zorro atrapado en una jaula. El hallazgo lo arrebata de adrenalina y el zorro, hambriento y encerrado, se convierte en su inesperado compañero. Pablo se interna de a poco en la errática mística de ese lugar, en los secretos que se albergan en sus límites, los rencores que persisten del pasado, la caza como realidad y metáfora de ese impulso predatorio.

D’Eufemia es muy efectivo en la construcción de climas, en esa creciente obsesión de Pablo con su presa liberada y en la definición del verdadero entramado de intereses que se teje en el Iraola. El uso del espacio del bosque, la soledad del cuartito en el que Pablo aguarda todas las noches, como a la espera de un ataque inminente, la oscuridad que va sumergiendo a la película en su laberinto, ese de muerte y ruinas que recuerdan a las deudas de antaño, a la tierra bañada en sangre e injusticia, son todos preámbulos de una desgracia sentida y anunciada, dormida bajo esa apariencia de falsa armonía. Pablo se mueve en ese mundo como cazador y presa, alerta a la oportunidad del zarpazo que aguarda pero siempre llega. Su atracción por el lugar, por el animal herido, por la trampa que lo contiene, es también el apego por esa tierra de dolor y mezquindad que sigue fluyendo, como la sangre, bajo las ruinas.

Calificación: 7/10

Al acecho (Argentina, 2019). Dirección: Francisco D’Eufemia. Guion: Francisco D’Eufemia, Fernando Krapp. Fotografía: Diego Poleri. Montaje: Francisco D’Eufemia. Elenco: Rodrigo de la Serna, Walter Jakob, Belén Blanco, Facundo Aquinos. Duración: 84 minutos. Disponible en Cine Ar Play. Ahora disponible en Netflix.

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