11174159_800Siete años después del estreno teatral, la obra de Tracy Letts llega a los cines con guión del dramaturgo y dirigida por John Wells, quien luego de su formación dramática incursionó en cine y televisión.

El calor abrasador del desierto se entremezcla con las sombras de una casa en la que las palabras de bienvenida suspiran “La vida es muy larga”, citando Los hombres vanos, de T.S. Eliot, para inmediatamente abandonar la corporeidad de la pantalla. El personaje que introduce al espectador en la historia hace su retirada, abandonándolo en medio de las inclemencias que se avecinan. Quien nos introduce en Agosto se suicida, ahogándose, y sale del ahogo tortuoso, inquisidor de la vida, para recurrir al amparador y promisorio de la muerte. Porque la vida es larga y el mundo es un lugar hecho sólo para el sufrimiento, el único modo de existir posible es el que cobra materialidad en la película. Cuando los personajes abandonan la casa en busca del escape, no se muestra a dónde van, a dónde llegan, o si llegan siquiera. Escapar es huir hacia un lugar desconocido (sea físico, psicológico, basado en la mentira y el intento de ocultamiento, o cósmico, renunciando a la vida), por lo que tampoco se muestra prometedor.

Ahí, suspendida en el tiempo –lo que le otorga universalidad a la historia-, se erige la casa donde el matriarcado casi amazónico exige, como en el Infierno de Dante, abandonar toda esperanza antes de entrar. Es necesario resignar el ínfimo anhelo de felicidad ya que las mujeres, caracterizadas sencillamente como la encarnación del mal, arremeten violentamente contra cualquier intento de reposo de sus maridos, hijos, yernos, cuñados y afines. Aquellas que no lo hacen son mostradas como víctimas de una madre despótica o de una forma de vida que las supera. El papel de los hombres será el del mártir incrédulo, terrenal, que ni siquiera tiene en claro los motivos por los cuales soporta el suplicio.

El personaje que amenaza con sortear la situación es el de la adolescente cuyo único interés es el de llegar a tiempo para ver una versión restaurada de El fantasma de la ópera (Phantom of the opera, Rupert Julian, 1925), y es reprimida porque en este esperpento (en el sentido literal de la palabra, deformación grotesca de la realidad al servicio de una crítica social) no hay cabida para el cine ya que lo que importa para los personajes son las apariencias. El teatro es apariencia, la fotografía es realidad, y “el cine es realidad 24 veces por segundo”.

Esta muerte acartonada que preside la película nunca se corporiza, no está constituida como ambiente ni como presencia. En ningún momento aparece como acontecimiento realmente importante más allá de las “correctas formas culturales” que ensalzan, ceremoniosa y vacíamente, el respeto ante la ausencia de vida. Lo que realmente se ha extinguido sin mostrar signos de vitalidad es la cámara, que en todo momento se mantiene distante, decorosísima, en formas teatrales que poco tienen que ver con la narración cinematográfica, a menos que se remonte a los inicios del cinematógrafo, cuando éste recién empezaba a espetar sus primeras imágenes. Sólo por un momento el tormento la obliga a dar espasmos convulsivos impulsados por la mayor tensión –ya no psicológica, sino física- para de nuevo refugiarse en los rincones, ocultándose de la maldad que impera (dentro y fuera de la pantalla).

Todas las emociones y pensamientos que se puedan llegar a suscitar frente a las imágenes de la película son producto del trabajo netamente argumental, el cuidado de los bien pensados diálogos, y el ritmo dado por el manejo de la tensión que se devanea tajante entre comedia y drama. La fotografía se mantiene en la naturalidad de los colores cálidos o en la austeridad de las sombras, pero siempre plana, con encuadres que presentan la rigidez del espectador teatral, y con un montaje y una banda de sonido que se presentan con la timidez de quien busca no ser visto.“Versión cinematográfica” no sería un término honesto para referirse a Agosto. Wells, quien demuestra carácter al llevar un apellido soberano en el arte cinematográfico, por lo menos en este caso no supo realizar la adaptación de un lenguaje a otro. Aquí, el cine, como un hijo bastardo del teatro, es pudoroso en sus formas al punto de mostrar temor ante la posibilidad de agitar a esa madre tan despótica y nefasta como la que se muestra en la obra de Letts. En otras palabras, también como en el poema de Eliot, los ojos que no se atreven a soñar no aparecen en el reino de la muerte.

August: County Osage (Estados Unidos, 2013), de John Wells, c/ Meryl Streep, Julia Roberts, Ewan McGregor y Chris Cooper. 121’.

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