Anteayer fue lunes 31 de julio de 2017. Me levanté y me hice unos mates, escuché unas noticias horribles en la radio (la repetición de noticias horribles en esta Argentina post neoliberal es una constante lamentable). Aburrido mientras terminaba mi alfajor Shot comprado en oferta en el Día (últimamente el  50% de mis compras son de las ofertas de Día), agarré el celular y leí algunas de las infinitas noticias que la corporación hegemónica quiere que leamos y consumamos. Creo que le dicen la «post verdad» a esa construcciónde sentido de lo real, a ese intento por edificar una verdad única e inmodificable. De repente, me encontré con LA noticia: se murió Jeanne Moreau. Me quedé duro. Volví a leer y sí, se murió nomás. Tenía 89 años, aunque para mí siempre tuvo la edad que le descubrí en Jules et Jim, en La novia vestía de negro, en Ascensor para el cadalso, o también en La noche. Recordándola y con cierta conmoción por su muerte, me acordé de mi iniciación cinéfila, o lo que Flaubert denomina «educación sentimental», hecha de películas de la nouvelle vague y novelas de Pierre Drieu La Rochelle, o de Henri-Pierre Roché (como Jules et Jim), o de Louis Ferdinand Céline, autores que al azar siempre encontraba dispersos en la biblioteca de mis padres.

El rostro de Moreau conforma una serie propia en mi recuerdo, independientemente del director que estuviera detrás de la cámara. Algo de ese extrañamiento existencialista tan propio de la Europa de la posguerra se encarnó en el alma de esa mujer lo suficientemente misteriosa que dio presencia a una sexualidad diversa cuando esa categoría todavía no estaba en boga. Ese rostro cargado de un aura de filosofía vital y misteriosa irradió belleza desde sus orígenes, cuando fue dirigida por Louis Malle, Truffaut, Orson Welles o Buñuel. Y se mantuvo joven y radiante hasta sus últimos años, filmando para las nuevas generaciones de cineastas franceses como François Ozon o Luc Besson, o para cineastas fundamentales del viejo continente como Manoel de Oliveira y Theodoros Angelopoulos. Siempre atenta al paso del tiempo, Jeanne Moreau conservó su belleza a través de las arrugas y siempre mostró la verdad de su expresión sin vulgares preocupaciones estéticas.

Volviendo a esos recuerdos personales de mi linaje cinéfilo, fue en esas primeras películas que mi vieja me pasaba en VHS en la década del 90, cuando en el país nos gobernaba el neoliberalismo disfrazado de populismo (algunos teóricos de las ciencias sociales, recuerdo a la distancia, llamaban con sorna a esos engendros, «neopopulismo») y mi familia de clase media se adentraba en una caída ostensible de sus condiciones básicas de subsistencia, donde descubrí el tesoro que hasta el día de hoy guardo con devoción entre las cosas y momentos fundacionales de mi existencia. Esas películas, y los primeros libros que leí, representaban un fuerte contraste con lo que me pasaba cuando iba al colegio. Ahí me aburría, en ese mero transcurrir de horas vanas  a las que no les encontraba el más minimo sentido. Me sentía como los personajes abúlicos que describía Antonioni en su famosa trilogía.

Pero ahí estaba, y estará siempre, el rostro duro y cargado de extrañas ambigüedades de Jeanne Moreau, volviendo loco a Jules y a Jim, consumando el arte de la venganza y vistiendo truffautianamente de negro, como en la novela gloriosa de William Irish que anticipó en décadas a la icónica Kill Bill de Tarantino. Esas películas me daban vueltas en la cabeza, me dejaban pensando en lo que sentían y pensaban esos personajes, en los motivos de sus acciones, en esas tramas complejas y sofisticadas que me devolvían una imagen poética del mundo que chocaba con el más rancio menemismo que padecía en carne propia.

Del rostro de Jeanne Moreau proviene aquella idea intuitiva que ligaba en mi memoria al cine con la poesía. Vida y poesía como alternativa a la experiencia hostil de la vida de aquellos años. Pero lo más increíble es que del rostro y el arte de Jeanne Moreau no surge una experiencia negadora de la forma vital, sino que, por el contrario, cuando uno ve su rostro en la pantalla, tiene ganas de salir a la calle y encontrarla como parte de esa vida, como si no hiciera falta escribir para hacer poesía. Al filmar rostros como los de Moreau, el cine, aun como documentación de lo real, se contagia de la poesía. Y necesitamos poesía no solo para equilibrar lo terrible del mundo real, sino para enfrentarnos a ese orden instituido y transformarlo en un lugar habitado por la belleza.

 

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