Los temas de género son sensibles. Teniendo en cuenta que hay personas que no pueden conseguir un trabajo, que no pasan un día sin ser atacadas y que siguen muriendo solo por lo que son, no es extraño que así sea. A veces los que apoyamos la militancia de género pero no la practicamos sentimos excesivas las regulaciones al lenguaje que exigen muchos de los que diariamente transitan esa lucha. El patriarcado es la cultura hegemónica y, como tal, impregna el sentido común de la población, es decir que está más allá de nuestra conciencia, se camufla en nuestros argumentos y en nuestra vida cotidiana, en nuestros movimientos, en nuestro propio lenguaje.
Lo extraño es que el activismo de género, reconociendo esa hegemonía cultural, tenga muchas veces estrategias acusatorias hacia los huéspedes de esa hegemonía cultural, es decir la gente de a pie, el flaco de la vuelta, el primo lejano, la señora del 5° B. El hecho de que toda esta gente hable con la voz del patriarcado está supuesto en la premisa de que es culturalmente hegemónico por lo que la posterior condena es absurda y trabaja para el patriarcado que pretende combatir al crear en los no militantes la imagen del militante como policía del lenguaje y las costumbres, un cazador de brujas siempre enojado al que solo le interesa encontrar infractores y nunca tiene una palabra amable. La ira obtura la angustia (unos párrafos más adelante diré que mi papá dijo algo parecido). En definitiva, esa reacción confirma en el no advertido el prejuicio instaurado por el discurso patriarcal según el cual la diferencia es una amenaza, una agresión, una alteridad irreconciliable.
Esto no implica una estrategia de victimización ni de tolerancia a la agresión ni de apelación a las buenas costumbres ni, mucho menos, una justificación de los agentes del odio: al enemigo ni justicia, pero identifiquemos al enemigo. Lo que sí implica es una apuesta al encuentro en las similitudes, en el buen corazón, en lo común con los que han nacido en esta cultura y la vida no les ha presentado la urgencia por resolver los conflictos de género que esa cultura causa. Implica no trasladar discusiones profundas que requieren años de dedicación, de estudio y de conocimiento de la historia de la lucha, al que no participó de ese recorrido. La discusión académica pertenece a la academia. Al no suspender esta discusión cuando se dirige al grueso de la población, el discurso militante corre el riesgo de convertir, paradójicamente, al lenguaje inclusivo en un lenguaje elitista, en un sistema de códigos cifrados en el que el no iniciado se siente insistentemente rechazado y expulsado, eligiendo el lugar opuesto donde en definitiva no tiene nada para perder.
No debe ser casual que haya aparecido la palabra “opuesto”, siendo que el kirchnerismo operó de una forma muy parecida en su discurso, empujando justamente hacia la oposición al no comprometido políticamente.
Esta argumentación suele provocar en la militancia la respuesta de que ni el feminismo ni el activismo LGBTTI tienen un discurso excluyente, sino al contrario, y que ese pensamiento es una mala interpretación de ese discurso. Esto no está en disputa, justamente lo que se está argumentando en este texto es que ese discurso inclusivo no se transmite siempre eficientemente. «Será que no entienden, que prefieren ver Tinelli, que están lobotomizados por la cultura machista, que no quieren cuestionarse nada, que le tienen miedo a lo que desconocen». Es muy posible que todo esto y otras cosas peores sean verdad, pero es lo que hay, es en ese terreno donde la estrategia tiene que funcionar. Para combatir la hegemonía patriarcal no vale quejarse de que existe una hegemonía patriarcal. Vale, en resumen, que cualquier persona que esté leyendo este texto, y sus parientes y los amigos de sus parientes y los conocidos de los amigos de sus parientes, se sientan suficientemente iguales a una mujer con pene y sin tetas como para reconocerse en ella. El objetivo es que esa verdad se haga carne.
¿Es esta premisa la que mueve a La chica danesa? No tanto.
La primera parte de la película es una sucesión de escenas de la vida de Einar (Eddie Redmayne) y su mujer, Gerda (Alicia Vikander), en las que, con fingidas sutilezas, se da a entender la subjetividad femenina de él. Una sutileza funciona como tal en relación a su entorno; si ese entorno son escenas que no traccionan ninguna narración o emoción mínimamente compleja nuestra atención está lo suficientemente libre como para que esas sutilezas sean el único elemento que la ocupe. Entonces esa mirada, esa palabra al pasar, ese gesto con la mano, que en un contexto más rico podría cumplir tanto una función narrativa o estética secundaria como su función primaria dentro del contexto explícito de la escena, se vuelve una mera demostración de ingenio, un recurso para cumplir con los estándares del género “cine culto y serio” al que debe asegurarse de pertenecer como se puede deducir de todos esos planos tan pomposamente compuestos.
Posando para un cuadro de Gerda, Einar se viste de mujer por primera vez. Eddie Redmayne tiene una cara hiper expresiva, cada parte de ella se mueve independientemente del resto y parece padecer hasta el aire que lo roza. En esta escena lo veremos por primera vez practicar un pequeño e insufrible estertor de excitación. Esa exageración de su ya de por sí acentuada expresividad rinde mucho más en un contexto excesivo como el de El destino de Jupiter que en este otro donde aparece explícitamente como un rasgo actoral. Lo repetirá cuando el Dr. Warnekros (Sebastian Koch) le diga que puede cortarle el pito.
Dicho sea de paso, a Eddie le han tocado dos papeles muy parecidos los últimos dos años. Dos personajes atormentados por una dificultad física (una enfermedad en un caso, el descubrimiento de que su genitalidad no corresponde con su género en el otro), junto a mujeres amantes y compañeras que terminan enamoradas de los amigos de Eddie, a la sazón los personajes más queribles de las dos películas.
En la segunda parte de la película, en la que Einar todavía no es Lili y su transformación tiene la forma de un juego que comparte con Gerda, es donde la cuestión de género es más amable. Más allá de la historia real de Gerda y Einar/Lili (sobre la que nos enteramos en el texto de Diego Trerotola en el suplemento Soy de Página/12), lo que aparece es la naturalidad, la sexualidad y el amor con el que Gerda se relaciona con la transformación. ¿Es este amor, este cuidado, correspondido? No.
El problema no es que Einar se vista como Lili y se sienta Lili, sino que Lili es una mujer heterosexual que responde a todos los estereotipos machistas. Einar, que era un hombre con una profesión que lo motivaba, con una relación amorosa intensa y aparentemente plena, al transformarse en mujer se convierte en una minita apocada sexual y socialmente, de actitud absolutamente pasiva en la seducción (y no sabremos en el sexo porque ni siquiera es mostrado), sin intereses en algo más que la ropa, el ser mirada y en trabajar como una señorita respetable vendiendo perfumes a unas viejas tilingas que quieren ir a París. Es algo así como aquel chiste del que se hizo la operación de cambio de género y contaba que lo más doloroso no había sido cuando le amputaron el pito, sino cuando le achicaron el cerebro. Pero sin chiste.
Además de que parecería que transformarse en mujer es transformarse en una boluda, también parece que es transformarse en una egoísta incapaz de dar amor, cuidado o cualquier cosa que no sea su propia demanda. Desde que Lili predomina sobre Einar no tendrá ningún gesto de cuidado, de entrega ni de reconocimiento por Gerda. Lili se queda con el drama físico y Gerda carga con el espiritual, con el verdadero conflicto de la película. Gerda es la abandonada, la que perdió a su amante y compañero, pero es también la que banca todos los momentos difíciles de Lili (que son casi todos los momentos).
A cambio de eso, Gerda no recibe nada. Lili no le da ni siquiera el consuelo de una charla con su (¿ex?) marido, negándole que Einar siga existiendo. Incluso cuando Gerda se lo pide abiertamente, Lili le niega ese encuentro. La posición de Lili en este momento es abiertamente cruel (dice mi papá que el sadismo obtura la angustia; digo yo que eso no la hace menos sádica). En este punto la película es miserable al mostrarnos a Einar/Lili negando su identidad, no de género, sino de su propia historia personal.
Si Lili no se reconoce en Einar, no hay una persona transgénero, hay dos personas. Pero la historia no se presenta como la de alguien con doble personalidad ni nada por el estilo, no es Norman Bates, entonces ¿por qué no puede Lili hablar con Gerda de su historia en común, de los años que compartieron? Si Einar no existe más y por lo tanto no es ese su pasado, ¿qué hay del pasado de Lili? ¿Puede Lili hablar de su pasado? ¿Existe ese pasado?
Flaco favor a la militancia de género es hacer aparecer en el lugar de una persona transgénero a una boluda, sádica, incapaz de relacionarse desde otro lugar que no sea la demanda con quien compartió años de su vida y, lo más incomprensible, incapaz de reconocerse a sí misma en el pasado. En lugar de mostrarnos un igual la película nos muestra un freak.
Una persona con identidad de género diferente a su genitalidad no dice que antes era otra persona, al contrario, dice que siempre fue la misma persona, pero que no se animaba o no podía o no sabía explicitarlo. Se pueden encontrar decenas de entrevistas en las que estas personas cuentan su angustia frente a este problema y sus formas de llevarla. No se puede encontrar una sola de alguien que niegue que ese pasado haya existido y menos en los términos en los que lo hace Lili, que son los términos de un loco, que se desconoce a sí mismo, o de un psicópata, que se regodea en la angustia de su amante.
Para que nos reconozcamos en nuestras similitudes dejemos de enfocarnos en las diferencias que nuestra cultura ha estigmatizado. Podríamos empezar por contratar a transgéneros, escleróticos, sordomudos, paralíticos o gangosos haciendo de personajes con esas características en lugar de seguir nominando al Oscar a actores famosos por su gran capacidad de transformarse, es decir de parecer diferentes. Dejemos de representarlos como si no pudieran presentarse y representar un personaje. En El nacimiento de una nación los negros eran interpretados por blancos disfrazados
La chica danesa (The Danish Girl, Alemania/Dinamarca/Bégica/EUA/Gran Bretaña, 2015), de Tom Hopper, c/Eddie Redmayne, Alicia Vikander, Amber Heard, Ben Whishaw, 119′.
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