La batalla de Fehrbellin se libró entre el ejército brandeburgués y las invasoras fuerzas suecas en junio de 1675. En esas polvorientas escaramuzas de un conflicto imperialista de gran despliegue, como la guerra franco holandesa, se implanta un hito heroico que es el origen del ejército prusiano y, en consecuencia, del Estado Prusiano. Muchos años más tarde, en 1810, uno de los dramaturgos sobresalientes de la generación romántica, Heinrich von Kleist, escribió El príncipe de Homburgo, un drama que pretendió dotar a aquel episodio de una impronta revolucionaria. Para decirlo rápidamente, Kleist quiso restablecer en la memoria política, en tiempos de la ocupación napoleónica, que el germen fundacional de la Alemania moderna estaba en una guerra de liberación, en el contexto de una guerra continental. Se sabe que, como otros intelectuales de su era, Kleist quiso persuadir a la reina de Prusia, Louise von Mecklenburg, de llevar adelante una guerra de emancipación contra la Grande Armée. Kleist, que se formó como militar, quiso valerse estratégicamente de aquel episodio para reanimar en la escena un teatro de operaciones actual sobre cómo un individuo puede, excepcional y unilateralmente, abrirse paso a través de la inacción, de la angustia y de la melancolía y estar dispuesto a dar la vida para recuperar su unidad, una subjetividad plena, libre de las ataduras de una razón rígida y de un disciplinamiento que exige al individuo la esclavitud a la ley. Como fracasó la acción propagandística de Kleist, fundamentalmente por mostrar los dobleces y la humanidad de los Habsburgo, así como también por la temprana muerte de la reina, y no en menor medida por el inicio de una guerra imperial contra el imperio francés, esta pieza única y extraña quedó, tras el suicidio de Kleist en 1811, en el olvido hasta que Ludwig Tieck se encargó de la edición de la obra completa del autor.
Años después de la muerte de la reina, del pistoletazo con el que el poeta terminó con su vida, años después de la muerte de Napoleón, en tiempos de la Restauración del absolutismo y de la germinación del capitalismo mundial, El príncipe de Homburgo empieza a encontrar un terreno fecundo. Por entonces habrá sido posible escuchar por qué volver al pasado, por qué repensar estos hechos cuya escala histórica se había vuelto opaca, apenas incidentes en el desarrollo del organismo social. Queda claro que ese terreno fértil para un texto como el de Kleist es un terreno en descomposición.
Siempre resulta extraña la idea de la transposición, de propiciar no tanto una lengua común ni una lengua neutral del espectáculo, sino la de crear un espacio en el que dos lenguas se desplieguen en el escenario común del lenguaje artístico. Sólo con el intento recurrente de la apropiación de la dramaturgia por el cine alcanza para responder a la pregunta de por qué Marco Bellocchio habría querido filmar El príncipe de Homburgo (1997). Veinte años después de su estreno, la pregunta es por demás peregrina: todas las coordenadas históricas de este artículo están trastocadas.
Importa menos analizar la película a la luz de la filmografía de Bellocchio que bajo la cuestión de la relevancia y urgencia de textos que bajo el peso del clásico a menudo no nos dejan adivinar una vida bullente y hasta inquietante. En el caso de Bellocchio no puede omitirse que es un director cercano al teatro, y que llevó al cine textos de Chejov y Pirandello, y hasta dirigió una transmisión en vivo para la TV de un Rigoletto de Verdi. De todos modos, lo que realmente resulta atractivo en su Homburgo, es la comprensión de las ideas teatrales de Kleist.
Bellochio, que ubica la acción a principios del siglo XIX, dirigió con sutileza a sus actores, trabajando especialmente con una entonación que conserva la cadencia de la mayor parte del texto original y, sin perder el carácter íntimo del conflicto, se aboca a la construcción de una gestualidad moderna, de una burguesía moldeada por la sensibilidad juvenil de la época de Kleist. En este sentido, el príncipe Friedrich (Andrea Di Stefano), se presenta en un estado de somnolencia bien interpretada, tanto por él como por el resto del elenco, especialmente por Barbora Bovulova (Natalia) y Fabio Camilli (Hohenzollern) que ubican al príncipe en un sitio indeterminado, entre la enfermedad de la melancolía y la locura.
Bellocchio sacrifica parte de la estructura cíclica para ubicar la célebre escena del sonambulismo como un flashback que Hohenzollern ayuda a recordar al príncipe y esto, que parece un capricho, permite destacar el vínculo entre los amigos e invertir la relación del elemento simbólico del guante de Natalia: la conciencia del episodio en la explanada del castillo se revive por esta pequeña prenda, objeto erótico suficiente que deja ver que el amor entre Friedrich y Natalia existe más allá de las convenciones de la corte, es decir, de su representación. De todos modos, la estructura recursiva se mantiene tematizada en el motivo de la luna o en la repetición del paso del príncipe por la galería del castillo, lo cual refuerza la dificultad para discernir entre sueño y vigilia. En otro sentido, Bellocchio cultiva un virtuosismo infrecuente, el de un equilibrio formal que se extraña, por ejemplo, en adaptaciones más ostentosas de textos teatrales, como la del reciente Macbeth (2015), de Justin Kurzel. Por tratarse de un potente texto poético, Bellocchio pudo tomarse legítimas libertades, porque el texto bulle en lo que el autor omite o deja desdibujado por un lenguaje del que Kleist desconfía, pero si Goethe imputara al joven dramaturgo caer en un “teatro invisible” (porque muestra predilección por la acción referida), Bellocchio toma ese presunto déficit y de modo semejante no nos permite ver los planos completos de la batalla, sino apenas un puñado de jinetes a galope y algunas explosiones. Tampoco nos deja escudriñar la intimidad delirante de Friedrich, ni detalles de la relación con Natalia. Asistimos, en cambio, a un gesto elocuente cuando el Príncipe Elector estudia la batalla en su maqueta. La teatralización de la realidad política tiene ese fondo de juego, que trivializa la realidad y vuelve serio el juego, una de las claves de la conocida teoría del teatro de marionetas de Kleist. La ansiedad por llevar la acción hacia un cauce racional y legal, o como una energía desbocada e incondicionada, confronta dos modelos políticos. La acción que se vuelve ley, que se cristaliza en norma que sustenta el aparato del Estado y que permite edificar al infinito un cuerpo legal que sintetiza al individuo, tiene un contrapunto en una acción energética que requiere de una voluntad hipertrofiada, enferma, cuyo proyecto político se edifica sobre la restricción de la acción del Estado. Cuando Kleist, en su breve artículo “Sobre la reflexión. Una paradoja”, sugiere, en la vida como en una lucha, siempre actuar antes que reflexionar, ofrece una clave de sentido de la que se ocupa Bellocchio. Cuando Friedrich declara hallarse, inerme, incapaz de actuar, explora los medios para romper los diques de la razón y de la ley. Una acción deliberadamente contraria a la ley pone en cuestión la idea de un Estado absolutista y habilita, junto con la idea de una Patria en la que conviven los bellos sentimientos y la defensa de la Nación, una sensibilidad nueva, una acción política fundacional, el contradictorio terreno en el que se edifica la ideología burguesa.
Si el equilibrio formal plasmado con escasos ornamentos es el registro de Bellocchio, la desmesura es el rasgo saliente del Macbeth de Kurzel, veinte años más tarde. Kleist, como todos los de su generación, encumbra a Shakespeare como el más moderno y contemporáneo de los precursores de la nueva escuela teatral que brota del Sturm und Drang. La violencia, los retruécanos, las imprevistas alteraciones de las unidades aristotélicas conmueven e incitan a los románticos a seguir ese camino supuestamente señalado por el genio de Stratford-Upon-Avon; se trata de una familiaridad real y que en estos proyectos cinematográficos se desdibujan. Como vimos, Bellocchio sólo puede tratar a Kleist con fidelidad y sin estridencias. No es cuestión de esperar, desde luego, proyectos afines ni mucho menos “respeto” o literalidad. Por cierto, son cinematografías muy diferentes, de lo que se trata es, una vez más, de estudiar el material dramático que el realizador hace propio y las articulaciones que pone en juego para que finalmente predomine el lenguaje cinematográfico. En este sentido, uno de los aspectos que provocan una rápida y efectiva impresión es la extraordinaria partitura de Jed Kurzel, que acompaña y apoya la estructura de la tragedia, con motivos recurrentes, con pasajes sinfónicos tonales, pero en general remitiéndose a la música medieval, en particular a los motivos folklóricos de Escocia, y en general a la música electrónica. El compositor ha declarado que el paisaje determinó la música, seguramente en la misma medida en que para su hermano el frío, la oscuridad y la soledad pueden propiciar deseos de trascendencia. Como si se tratara de un “memento mori” incesante, llevado por el viento, la ambición se despierta con los sentimientos de una vida menoscabada. Como en el drama de Kleist, Shakespeare pone en el centro del conflicto de Macbeth (ca. 1616), las relaciones de los individuos tensionadas por el deber y la ley, por los sentimientos y las pulsiones de la naturaleza humana. Pero a Kurzel no le bastan esas debilidades y refuerza los motivos del crimen del rey Duncan (David Thewlis) con la pedantería del monarca que no desmiente su fortaleza y dignidad, rasgos shakespereanos claramente definidos, los de un padre que pertenece a un mundo en repliegue. Esa vacilación del director se apoya en un dúo memorable, Macbeth y Lady Macbeth (Michael Fassbender y Marion Cotillard) son consistentes y están dotados de autenticidad, aún cuando los encuadres dramáticos de Kurzel querrían un realismo en una clave semántica del cine de esta década, un realismo naturalista que se parece más a la documentación histórica que a una estrategia estética.
Así como el escenario natural ofrece un panorama espiritual de las tortuosas fantasías de Macbeth y de Lady Macbeth, Kurzel acierta al iluminar los contornos de un mundo encantado que empieza a dejar paso a una organización del poder, aún precaria pero cierta, que pone en marcha la rueda de la ley, del lenguaje vuelto acto. Este proyecto político se consolidará en la razón, pero se alimenta de sangre y de premoniciones. La aparición de las fatídicas brujas, y con ellas en particular de una niña, lleva tanto de novedad como de ensueño y sugiere un conflicto constitutivo en la tragedia de carácter de Macbeth, su paternidad, que por un lado está cancelada con la muerte de su hijo, y que por el otro clausura la posibilidad de la descendencia de su trono.
La distinción entre acción y acto tiene su relieve en la versión de Kurzel. Las maquinaciones de Lady Macbeth propician la transformación de la realidad, la aniquilación de aquellos que aparecen interpuestos en las profecías. Macbeth duda, muestra una humanidad desgarrada, excede ese contorno de la modernidad y se ubica del lado de la culpa. Su estado mental se encuentra lanzado vertiginosamente en una acción continua que, a diferencia de Lady Macbeth, no se puede saciar y tiene como único consuelo descifrar el enigma de su sucesor.
Si en El príncipe de Homburgo el problema del futuro encuentra una conciliación transitoria entre individuo y comunidad, finalidad que coincide con la propuesta de Bellocchio, el desborde de Macbeth muestra un horizonte incierto: la historia no es un mero encadenamiento de actos, sus raíces se sumergen muy profundo y es allí donde la película de Kurzel muestra su apropiación de Shakespeare: la dimensión trágica del orden moral pone en evidencia que en la grandeza del individuo, en sus proyectos y ambiciones, se encuentra su ruina.
Aquí se puede leer un texto de Luciano Alonso, otro de Romina Quevedo y otro de Paula Vazquez Prieto, todos sobre Macbeth.
El príncipe de Homburgo (Il principe di Homburg, Italia, 1997), de Marco Bellocchio, c/Andrea Di Stefano, Barbora Bobulova, Toni Bertorelli, Fabio Camilli, 89′.
Macbeth (Gran Bretaña/Francia/EUA, 2015), de Justin Kurzel, c/Michael Fassbender, Marion Cotillard, Paddy Considine, David Thewlis, 113′.
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