Cuando en su momento se estrenó Chicago (2002) -con tanta alharaca gracias a su triunfo en el Oscar que un poco venía a compensar el ninguneo de Moulin Rouge el año anterior, sus estrellas sacrificadas en el ¿entrenamiento? interpretativo, y el recuerdo de la obra de Bob Fosse- ya era evidente que la pretensión de que Rob Marshall fuera el estandarte de algún cambio era, más que una ilusión, un absurdo. Lo único que allí valía eran las canciones y las coreografías teatrales ideadas por Fosse que aparecían en pantalla diseccionadas por un montaje frenético y una predilección miope por el plano cerrado, que no tenían sustento alguno en tanto toma de posición estética. Lo bueno de Chicago era previo a la película, y lo único rescatable era ver la resistencia de Catherine Zeta-Jones a las marcaciones obtusas de su director cuando levantaba a los tumbos una silla o se movía, bamboleante, aún a riesgo de salirse del cuadro.
Aquello de que el musical es un género de plano abierto –para el disfrute del baile, ya sea individual o de la coreografía de conjunto- no se dinamitaba en el encuadre de Marshall por una vocación crítica respecto a aquella integridad, sino que parecía responder a sus propias limitaciones y las del cast elegido. Que Richard Gere no sabía bailar ni cantar era algo que él sabía desde el principio, pero cada uno de sus pasos consistía en encubrir la obviedad, vender un producto gracias a los nombres famosos y tratar de que el espectador no se sintiera demasiado incómodo en el momento que irrumpía la canción. El despliegue de esos espacios de fondo negro, abstractos y casi oníricos, donde transcurrían los números musicales se consagraba por obra y gracia del corte de montaje, para preservar la integridad del relato y asentar la historia en un marco “realista”. Nada de eso es cuestionable, funcionaba en los musicales de backstage de los 30 así como en los de Fosse en los 70, pero la operación de Marshall pone sistemáticamente en evidencia su desconocimiento de la capacidad lúdica del género, de las posibilidades de la cámara a la hora de filmar la danza, de la necesidad de crear un mundo que no se arme de retazos sueltos que sólo se conjugan en post producción y de hacerle sentir al espectador que algo de lo que allí aparece no resulte ser un cadáver.
Cuando llegó Nine aquella evidencia se tornó obscenidad. Nada de lo que ese llamado musical propone, inexplicable homenaje a 8 y medio de Fellini, se concreta. Y allí las falencias de Marshall se potencian con las lagunas de la obra original: canciones convertidas en parlamentos cantados que los actores escupen en una dicción atropellada por los saltos y las piruetas constantes, una banalización de la dialéctica felliniana entre el ser y la representación, haciendo de Guido un hombre torpe y egoísta para el que la crisis de su vida y su arte no es más que un desfile de episodios inconexos y desangelados. Marshall vuelve a agarrar las tijeras como un esquizoide, y los números se revelan como flashes de un videoclip grotesco y desafinado que no aprovecha algunos de los personajes vitales como Luisa, la esposa de Guido que compone Marion Cotillard con sus ojos llenos de un dolor ancestral y contenido que la cámara apenas retrata, casi como al pasar. Marshall parece estar conforme con su desfile de estereotipos sobre la italianidad, las voces fuertes, la aparición minúscula de Sofía Loren, la impostura de Penélope Cruz en el vano intento de copiar a Sandra Milo. Todo es falso y chapucero, sin imaginación ni creatividad. Marshall dirige como un empleado a reglamento, no queda claro si por desinterés o por falta de talento.
Y ahora llega su incursión Disney en el mundo fantástico de En el bosque. Basada en la pieza teatral de Stephen Sondheim (compositor y letrista de las canciones de obras como Amor sin barreras, Gypsy, Sweeney Todd, alumno de Oscar Hammerstein II y renovador de la escena de Broadway y del off Broadway sobre todo en los 80) y el director teatral de vanguardia James Lapine, En el bosque recupera la tradición de la aventura negra de los Hermanos Grimm al propiciar el encuentro de diversos personajes en las tierras prometidas de un bosque de deseos peligrosos y hechizos duraderos. Es llamativo que Disney haya financiado una obra bastante oscura y audaz en su propuesta original y era lógico que la mano de Marshall operara como un coitus interruptus para evitar cualquier desborde que pudiera propiciarse. Como en Chicago, la vitalidad del material parece asfixiada por una concepción rústica y repetitiva: las sucesivas caídas de Cenicienta en la escapatoria del príncipe están filmadas sin picardía alguna para coronar su desencanto con torpes parlamentos a cámara, la explosiva embriaguez de la panadera Emily Blunt (junto con Anna Kendrick, lo mejor de la película) carece de la audacia necesaria para ese desafío a las convenciones sociales y del género que habían pensado en corromper Sondheim y Lapine.
La película empieza con la definición de sucesivos estereotipos- vírgenes, madres, matrimonios, niños- y sus deseos de superar esa contención estructural en el anhelo de una explosión casi extática que Marshall parece querer, sorpresivamente, conducir. Hay algunos excesos que casi parecerían autoconscientes, como la discursiva maldad de Meryl Streep o el ridículo acartonamiento del príncipe de Chris Pine; sin embargo esa sensación de que lo que amenaza estancarse se derrumbará sin remedio se confirma en pocos minutos. Ese bosque encantado donde los cuerpos y las canciones debían estrellarse unos contra otros en el juego perverso con los deseos y sus provocaciones, se convierte en ese espacio lánguido al que ya nos tenía acostumbrados, donde los personajes aparecen separados por el corte, como un tour de planos lejanos que nunca se amalgaman. No hay un sólo número musical en toda la película, salvo el del príncipe y su partenaire masculino sobre ríos y cascadas (uno de los momentos más divertidos, si es posible pensar la comedia a partir de esta película). Todo lo demás son canciones interrumpidas, diálogos musicalizados, performances trituradas por una vocación por el fragmento que resulta incomprensible.
El destino de los personajes también acusa un aroma ATP Disney, sobre todo en el limbo en el que acaba la panadera deseosa e infiel de Blunt, cuyo desliz la confina a ese bosque de art direction burtoniana casi como el peor de los castigos del Medioevo. Otra consciente cobardía es la anulación de la sexualidad de Caperucita luego de hacerla pasar de ser acosada a ser activa en el disfrute de la noche feroz con el lobo. Nadie pretende un desenfado en Disney pero la capacidad de sugestión a nivel de puesta en escena es muy pobre en los horizontes de Marshall, y cualquier potencialidad corrosiva se estrella contra su nula vocación de desdoblamiento. Ahí es donde se extraña una versión Disney del cruce de personajes y relatos clásicos como lo fue Encantada, con la conciencia de su trazado, la genuina concepción del placer del baile y la canción y una increíble Amy Adams como alma de esa festiva artificialidad.
Acá puede leerse un texto de Luciano Alonso sobre En el bosque.
En el bosque (Into the Woods, EE.UU., 2014), de Rob Marshall, c/ Anna Kendrick, Meryl Streep, Johnny Depp, Chris Pine, Tracey Ullman, Emily Blunt, 125′.
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