Rosalinda02Matías Piñeiro es el menor de los tres piñeiros argentinos que son directores de cine y no tiene, que yo sepa, nada que ver con Marcelo y Enrique, o al menos sus películas no se parecen a las de los otros, y me siento tentado a escribir que a ninguna otra, aunque sé que esto último no es verdad. Porque sus películas tienen mucho que ver con las de Jacques Rivette, si es que tienen que ver con algo o con alguien. En todo caso ¿qué tiene para ver, o qué ve, uno cuando mira las películas de Piñeiro? Películas de Jacques Rivette (o las estructuras ausentes de las películas de Rivette), pobladas de motivos nuevaoleros como la gorrita de Jeanne Moreau en Jules y Jim que reaparece en ese delta del Tigre de Rosalinda que está más cerca de la Auverniade Le déjeuner sur l’herbe que del Sena y Marne de Una partida de campo. No todas ni necesariamente una en particular, pero sí su espíritu, y la palabra no es ociosa –aunque el ocio es fundamental para saberlas, incluso para soborearlas, porque aquí es fundamental el gusto como formación cultural histórica- aunque demasiado robusta. Las películas de Piñeiro tienen ‘un aire’ a las de Rivette. Un aire que no es exactamente ese espíritu santo del cine que perseguía Bresson con saña feroz porque soplaba donde quería, o sí, pero la diferencia estriba en que Rivette no espera que se pose sobre sí como paloma. Aquí ya no hay Dios ni gracia, y la única Palabra de los dos primeros largos de Piñeiro es la de Sarmiento -¿padre de la patria?- así como la de Shakespeare en la de este par de películas, pero ambas son parte de constelaciones inaprensibles antes que portadoras de una verdad revelada. Ir de uno a otro sugiere pensar que la historia es dramaturgia, lo que en el actual contexto político haría de Piñeiro algo así como un hereje por diletante, un elitista imperdonable para el fundamentalismo partidario, y quizás lo sea, pero ¿a quién le importa? Juguemos a pensar que el teatro o la literatura tienen una dimensión política dada por su materialidad, olvidémonos del sentido en tanto tentación de etiqueta ideológica, y dejémonos llevar, que de eso –fluir sin anclaje político explícito- se trata lo suyo hasta ahora, mucho más que lo de Rivette.

600883_origNunca leí Teoría de la clase ociosa, pero tengo el libro editado en la colección Biblioteca personal de Borges, porque hubo un tiempo en que yo –y cuántos más- leía todo lo que Borges sugería que leyéramos. No leí, sin embargo, el libro de Veblen, porque también fue Borges quien dijo que no nos obligáramos a leer nada, pero su título es un hermoso acercamiento a lo que falta –una teoría estructural- y a los protagonistas de un cine abiertamente burgués como este, con todo su discreto encanto incluido. Hay un aire a Borges en Piñeiro porque hay un aire a Borges en el cine argentino de autor, desde Invasión (que viene de París nos pertenece, primer largo de Rivette) a Todos mienten, pasando por Beceyro, Cozarinsky y Filipelli. Ese aire está compuesto por partículas de modernidad importada y anacrónica, pensamiento débil, pensamiento serial, erotismo vago cuando no incestuoso (Tabúes un pariente cercano portugués), temporalidad compleja, exquisita o hasta involuntaria arrogancia. En suma, estilo: esa cárcel de la que Henri Michaux le recomendaba escapar al artista, esa fatalidad –también puede ser llamada facilidad- que acaba configurando la identidad por una de dos vías: la de la aceptación o la de la lucha. Piñeiro es de los primeros y eso significa que su derrotero se justifica en la producción regular con variaciones fluidas alrededor de una misma matriz, como Rivette. Del otro lado y para seguir en Francia, estaría Maurice Pialat, hacedor de imágenes conflictivas consigo mismas, tensas, voraces, espasmódicas, acaso desesperadas, en buena medida descastadas, pero no impopulares. ¿Es el de Piñeiro un cine de minorías? Ciertamente, pero en varios sentidos. Lo es porque no es, no será, ni se propuso ser nunca masivo ni popular, como si pretende serlo Trapero. Lo es porque encuentra su lugar en festivales y salas de estreno alternativas como las del Malba y la Lugones, espacios dirigidos a una minoría culta o, más bien, informada. Pero también, y esto me parece valioso, lo es porque no hay más extrema minoría que la del uno, y las películas de Piñeiro, como las de Rivette, son capaces de construir intimidad. Puede haber mucha gente en ellas, así como no se explican sin la creación colectiva que incluye la luz natural de Fernando Lockett, director de fotografía de todas sus películas, o la fabulosa edición de Delfina Castagnino en Todos mienten. Pero la experiencia que proponen es solitaria cuando no solipsista, reflexivamente sensual en el sentido más (re)productivo de la auto satisfacción. Cuando Borges cita el “Aristóteles y las rosas” del Diván de Almotásim el Magrebí cifra la clave de un arte anti-existencialista en el que el mundo físico existe sólo como coartada del intelectual y la realidad, gracias a la cultura, se disfraza continuamente para ocultar (¿y ocultarse?) la ferocidad de su injusticia y la magnitud de su vacío. Por eso los personajes de Rivette, y ahora los de Piñeiro, son actores. No porque finjan en el sentido moral del término, sino porque el mundo esteatro. En el caso de ellos, pura y exclusivamente privado. Doblemente actores, porque a la dimensión ontológica se le suma la socioeconómica no subsumida por aquella: la alta burguesía occidental como exponente del mundo, en tanto representación de un orden aristocrático que algunos cineastas conquistan y otros directores heredan, con actitudes que oscilan entre los polos del dandismo y la ascesis.

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Sus películas pueden asombrarnos por la naturalidad del artificio o aburrirnos tanto como la visión de un monarca heredero sin ambiciones, ya desanimado desde el vientre de su madre por una sangre cargada de oropeles que desaceleran su circulación. Hay más probabilidades de pensar esto último mirando una de Piñeiro que una de Rivette, ya que el cine del francés fue en buena medida inaugural, o más bien renovador, aunque no hubiera existido sin la tradición teatral europea, el distanciamiento irónico de Sacha Guitry, el realismo ontológico de Bazin, el materialismo natural de Renoir. No obstante, es un hecho comprobado por muchos, distintos y competentes espectadores, que artistas modernos como estos tanto pueden provocar un estado de ligereza que roza lo sublime como embolarnos soberanamente, sin que estas fluctuaciones se deban necesariamente al rango cultural del espectador, aunque se me hace que una medida mayor de ignorancia acompañada de reverencia refleja hacia la tradición cultural del occidente iluminista contribuye a aceptarlas mucho más que cuando uno ya aprendió a desconfiar del progreso como artículo de fe. Creo que fue en un artículo, justamente, de Serge Daney donde leí que detrás del juego que juegan los personajes de las películas de Rivette está “el horror”, relacionado estrecha y etimológicamente con el aburrimiento, eso que el cine convencional rechaza a menudo de modos también harto convencionales y que las películas de las que hablamos no, a veces porque no sabrían cómo respetar la convención con un sentido que no fuese el hegemónico del espectáculo, en aras de una percepción otra propiciada por dosis parejas de rigor volitivo consciente y diletantismo, o eso que los críticos llaman ‘alquimia’ cuando no saben cómo explicar algo.

Rivette suele filmar películas largas de un naturalismo descompuesto por la puesta en abismo no exhibicionista de los pliegues de las diversas dimensiones de lo real que incluye, y cuya distinción es innecesaria para muchos, si no la mayoría, de sus personajes, que van y vienen de una a otra con un grado de permeabilidad de la que no siempre goza el espectador. La posibilidad de perderse tratando de encontrar el propósito que sustente la trivialidad de ese baile de disfraces cede a nuestro reconocimiento de su total ausencia, con el potencial desinterés, cuando no desánimo, que tal decepción disemina en quien no puede jugar a ese juego con el cuerpo, como sí hacen los actores. El centro inasible, por inexistente, de estos sistemas, expulsa la probabilidad de que haya una razón, política o religiosa, individual o colectiva, que justifique la vida de un hombre, para arrojarnos a un mundo de conciencias (des)encarnadas, criaturas fantasmales, muñecas sin corazón, pierrots, arlequines y colombinas como categorías del discurso antes que máscaras concretas. El encanto, cuando sucede, es inmaterial como la ilusión. Se parece al hipnotismo porque no deja recuerdos, sino la vaga sensación de una ausencia de si. ¿Fórmulas para acceder a ese estado? La ritualidad informal con que se declaman los textos desacralizados, el cuerpo-envase de los actores, alternativamente habitado y deshabitado por el personaje, movimientos de los cuerpos combinados por el montaje con movimientos de la cámara, la luz climática más concreta que cualquier materia, incluso cruel en su capacidad de traspasar sin obstáculos objetos y carne, revelando el pasar su naturaleza traslúcida, su fulgor perentorio.

Pineiro_3_1000Hay gente capaz de ser hipnotizada -¿adormecida?- y hay gente que no. Supongo que ello también depende, en buena medida, tanto del hipnotizador como de las fluctuaciones energéticas entre uno y otro. La naturaleza virtual de los mundos de estas películas los vuelve potencialmente impenetrables. Un mal día o un mal segundo (que no es un mal menor), una intermitencia en la emisión o en la recepción y ya está, perdimos (un interlocutor válido) la película y yo, porque aquí el esfuerzo es inútil, ha sido refutado a priori por la aleatoria naturaleza del método, que se llama simultáneamente elección, inercia o capricho, pero siempre producción antes que revelación. Recetar accesos o decodificar mensajes importa menos para el crítico que describir experiencias, instantáneas que quisieran ser llaves útiles para otros espectadores o talismanes mediante los cuales reanudar el arrobamiento, que es puro azar irrepetible pese a todo esfuerzo por sistematizar su acontecer. Solo me quedan fetiches que pueden no ser estimulantes para nadie más que para quien fui en el momento de ver por primera vez las películas en cuestión: el short ceñido de una chica en Todos mienten, el cuerpo desnudo de Emmanuelle Beart maniobrado por las manos de Michel Piccoli que tratan de terminar un cuadro inconcluso en La bella mentirosa, las rondas de Sergio Castellito alrededor del circo amable y terminal de Jane Birkin en 36 vues du Pic St. Loup (en general prefiero las películas cortas que Rivette filma de viejo a las kilométricas que rodó de joven, igual que con de Oliveira, aunque hay excepciones que confirman la regla), una grúa sonora que da sensación espacial a la pura oscuridad inicial de Va savoir, la voz detrás de la cortina en Ne touchez pas la hache.

Aquí pueden leer un texto de Marcos Rodríguez y otro de Josefina García Pullés sobre Rosalinda y Viola.

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