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La primera vez que reparé en Joaquin Phoenix fue cuando lo vi haciendo de villano en Gladiador y la impresión no pudo ser peor por culpa de Ridley Scott, uno de los directores más insípidos que conozco, y encima Phoenix estaba puesto allí canalla y tópicamente para causar repulsión moral a través de un dato físico que no estaba fabricado por el maquillaje (por entonces no relacioné que ese emperador imberbe y “perverso” era uno de los pibes que Nicole Kidman manejaba a su antojo en Todo por un sueño, de Gus van Sant).

Como Stacy Keach, Joaquin Phoenix tiene labio leporino, es decir un corte en la cara, una herida que parece determinar biológicamente su derrotero cinematográfico de tipo atormentado, portador de una marca que deja huella, por si fuera poco, en su voz, y lo une o lo ata a la tradición del balbuceo desesperado e independiente del cine estadounidense (de Cassavetes al mumblecore, salvando las distancias). Como Brando, Clift y, especialmente, James Dean, Phoenix hará del sufrimiento y la densidad psicológica signos materiales, performances autónomas que subvierten la representación convencional, o bien se integran a puestas en escena deformes como la de Paul Thomas Anderson en The Master, que lo liberó de marcaciones escenográficas y puso la iluminación a su servicio (vía Scorsese, esta película y este director se vinculan a estadounidenses como Elia Kazan y europeos como Marco Ferreri).

La cara de Joaquin Phoenix reclama la cercanía, incluso la explotación, del primer plano, más aún para aquellos directores lúcidos que prefieren la potencia significante de la diferencia a la armonía de la belleza. Como Austin Powers cuando no puede apartar la mirada del –ni referirse a otra cosa que el- grano en la cara de su interlocutor, el labio partido de Joaquin Phoenix ancla la mirada, que luego podrá desplazarse hacia las cuencas ensombrecidas por cejas hirsutas, la frente ancha o la pera en punta, pero también le impondrá a cineastas y películas la obligación de estar a la altura dramática de esa cara. Más aún, de ese cuerpo que se retuerce y transforma como pocos, que se basta a sí mismo, que amenaza con volver superflua a la película misma, a las convenciones narrativas usuales.

yards5-20111207-125932-largeY además, tendrán que estar a la altura de esa figura pública capaz de anunciar su retiro del cine para dedicarse al rap y dar cuenta de esa intervención multimediática en el falso documental I’m Still Here (aquí tapa la herida simbolizable del labio con la desaliñada barba del cínico). Si la generación de egresados del Actor’s Studio introdujo categorías sociológicas y densidades inéditas en el Hollywood clásico, no sorprende que a través del fake citado, y de una película como Ella, la virtualidad cotidiana busque medirse con la nueva carne de Phoenix, que con su presencia introduce en la de Spike Jonze una percepción desviada, acaso (¿involuntariamente?) irónica, acerca del universo cultural que materializa.

Cuando hablo de un posible discurso irónico que subvierta la estética tersa de Ella estoy pensando, sobre todo, en la ostensible cara de otario que pone Phoenix durante toda la película y que, sumada a los pantalones altos que lo embolsan hasta el ombligo, los bigotitos y la mirada perdida en la lejanía mientras sonríe de una manera que refleja menos alguna clase de idealismo que las maneras tópicas en que muchas películas representan el retraso mental, me hacen preguntar si estoy ante una comedia que disimula su condición de tal. Si tenemos en cuenta que Jonze también es guionista y productor de Jackass, el idiotismo como herramienta de intervención que revele el absurdo del comportamiento social sin más pretensión que esa no debe descartarse, pero lo que en ellas suele tener la potencia de la acción en crudo, sin articulación de sentido cerrado a caballo de un arco narrativo, acá aparece como relato estilizado y moral lo suficientemente homogéneo como para que su parábola sobre el aislamiento virtual pueda ser tomada en serio que la de cualquiera de las películas de Cronenberg sin ser más interesante que ninguna de ellas. En tal caso, el problema sería de quien no lo hiciera, como es mi caso, y sólo viera en la película una distopía en tonos pastel sobre un presente apenas desplazado que acaso añore el falo del Jordan Belfort de DiCaprio que Scorsese le hace rogar a Spike Jonze en su cameo para El lobo de Wall Street, vale decir un modelo masculino que restituya la dimensión de lo viril (en ese caso, hipertrofiado) y, junto con ella, la apreciación material del sexo femenino como diferencia y de la lucha de sexos.

her_trailerEntre las colaboraciones más profundas del presente entre actor y director se cuenta la de Joaquin Phoenix con James Gray, que lo dirigió en La traición (The Yards), Los dueños de la noche (We Own the Night) y Los amantes (Two Lovers). Parte de la sensación consistente de homogeneidad que impera en cada una de ellas y en el todo de esa filmografía en construcción, más allá de ripios que se hacen evidentes debido a la búsqueda de transparencia narrativa, se debe a la importancia capital que tiene la institución familiar, razón por la que suele trabajar con elementos del cine de gángsters y del melodrama. Y un drama sin melo, vale decir que sin música pero con el acompañamiento de la exposición pública, fue el que tuvo que atravesar cuando su hermano River murió de sobredosis en lo más alto de una carrera en ascenso que lo tenía tanto como nueva encarnación de Indiana Jones, por citar un mito masivo imperecedero después de protagonizar Cuenta conmigo dentro de la constelación Spielberg (el mismo año apareció en La costa mosquito, de Peter Weir), y engranaje fundamental de autores independientes o de bajo presupuesto de distintas generaciones como Sidney Lumet, Peter Bogdanovich y el citado van Sant.

Que no hace mucho Werner Herzog haya rescatado a Joaquin por azar de un accidente de autos no es una mala manera de terminar este perfil de un tipo singular que, además, ya fue Johnny Cash y también el hijo de Mel Gibson.

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