“Ir con mis amigos argentinos por la calle, hablando en castellano: un porteño más. Pasás por una vidriera que te refleja como un espejo gigante: -Mirá al coreano. Es coreano ¿Para qué vas a negarlo si en algún momento de tu vida te va a caer esa ficha?”. Así de ocurrentes y honestas son las palabras con las que Chang Sung Kim explica su historia personal. Actor nacido en Corea del Sur de quien quizás no recuerden su nombre pero con seguridad su cara: trabajó en varias películas y en series televisivas populares como Los simuladores o Graduados. La ficha de la que habla, a Chang le cayó hace poco. El barco que lo trajo junto a su familia arribó a Buenos Aires hace ya 48 años, pero a pesar de que vive en la ciudad desde los siete, comenzó a sentir que seguía siendo muy coreano. “No puedo hacerme el distraído con esto que me está pasando”, confiesa. 50 Chuseok es eso, la historia de un inmigrante que enfrenta lo insoslayable de su condición: su identidad –como la de todos los inmigrantes coreanos de su generación- no puede constituirse omitiendo la huella de la distancia, la cicatriz de la partida.

La película abre con el registro de su propia gestación: autoridades de la comunidad coreana en la Argentina informan en una reunión que, para el 50 aniversario de la inmigración coreana en nuestro país, pensaron en hacer un documental sobre las experiencias de la comunidad en ese medio siglo. Cuentan, para ello, con el apoyo de Chang, quien tiene una propuesta para contar. La propuesta de Chang es la película en sí, en la que lo vemos a él, a su directora, Tamae Garateguy (Pompeya, Mujer lobo, Hasta que me desates), y al resto del pequeño equipo, filmando el documental sobre el retorno de Chang a Corea por primera vez en su vida. Uno de los aspectos a destacar de 50 Chuseok es cómo capitaliza la voluntad introspectiva de Chang y la empatía que su carisma y espontaneidad generan, para logra recalar en aspectos y momentos claves de la historia de toda la comunidad coreana migrante. El resultado es una película divertida y sensible, en la que Chang nos sumerge en su propio pasado familiar, pero no por mero afán catártico, sino a conciencia de que la traza de aquel prematuro desarraigo y el camino de resiliencia que comparte con sus paisanos es tan fuerte que prevalece sobre toda particularidad existente, incluso la de ser famoso.

La idea de conducir este ensamble de niveles temáticos (historia personal dentro de otra comunitaria y, entre ambas, la Historia de Corea) mediante un ensamble de niveles narrativos (puesta en abismo, “cine dentro del cine”) resulta una manera original y afable no sólo de eludir el lugar común de la nostalgia lisa y llana, sino también de sostener la tensión del relato e implicar al espectador en la historia. Las etapas del rodaje y los objetivos que este va planteando (comunicarse con una hermana en Estados Unidos, ubicar la casa de la infancia, resolver qué filmar en un día lluvioso) resultan excusas para ir conociendo más sobre nuestro protagonista, su familia, su país de origen.

La relación conflictiva con la familia por su asimilación a la cultura porteña. El potrero como lugar para ganarse la confianza de los locales y como único espacio en el que no es necesario saber hablar el castellano, sino transpirar la camiseta. Haber sido el “ponja”, luego el “chino”, pero  jamás coreano. Todos aspectos que forman parte tanto del pasado de Chang como del resto de los migrantes, como sabremos a partir de algunos testimonios que se acoplan durante la marcha. Así también conoceremos los primeros asentamientos coreanos en Río Negro y las expectativas que hoy genera la ascendente popularidad de la cultura coreana, que tiene como mascarón de proa al K-Pop, estilo musical pop coreano que se transformó en furor global.

Pero el más importante de los canales que vincula la historia de Chang con la de toda la inmigración coreana es la figura de su padre, quien lo echó de la casa y desconoció como hijo cuando este le anunció que se casaría con una argentina. Desde aquel día mantienen una relación conflictiva. Conmemorado hoy como Día de Corea, Chuseok es una de las festividades más importantes y antiguas de Corea, en la que se le pide a los dioses por una buena cosecha. Promediando la película, un Chang angustiado por la incomunicación con su padre confiesa lo que le gustaría decirle: “Papá, quedate tranquilo. Estamos bien… Estamos bien porque vos nos diste todo eso”. Esta película surge como el encargo de toda la comunidad para homenajear a esos padres que, 50 Chuseok atrás, llegaron al país, vacíos, y sembraron lo que hoy todos cosechan. Pero, en boca de Chang, Padre, Corea y Chuseok se transforman en sinónimos de algo menos institucional y más vivo, donde asoma la deuda, el sentimiento de culpa, las diferencias generacionales y la incomunicación familiar.

El afán lúdico de Garateguy y su habilidad para mezclar y apilar capas de la película, sin profanar por ello su profundidad y sensibilidad, queda plasmada en una escena particular. Hacia el final, el reencuentro de Chang con su lugar de origen es musicalizado por una canción escuchada anteriormente. Gracias al subtitulado estilo “norebang” (karaoke coreano, según se nos explica en otro pasaje del film) nos enteramos de que su letra, plena de lugares comunes, dialoga con el presente de Chang. “Te extraño. No puedo olvidarte. Las huellas que dejaste en mí son ahora profundas cicatrices”, son los versos que van tiñéndose de verde flúo debajo. De pronto, la abrupta interrupción de la voz, mientras la música continúa, nos recuerda que se trata de Ornella, aquella  desafortunada cantante que, a comienzos del film y en pleno concurso de K-pop, una falla técnica la dejara sin micrófono en plena ejecución. La melancolía de las imágenes de Chang recorriendo su pueblo contrasta, ahora, con el absurdo de un subtitulado que sigue dictando las estrofas de una letra que ya no se oye. La escena mueve a risa, pero sin embargo su función no se agota en ello. Para la cantante, sobreponerse a su situación significó ganar el concurso. Si Chang logra sobreponerse a la suya, será la posibilidad de estar finalmente en armonía con su pasado. En 50 Chuseok, Tamae Garateguy pone en marcha su particular habilidad para explorar lo kitsch sin subestimarlo, hasta obtener la dosis justa de nostalgia y desparpajo. Para encontrar, entre la desmesura y lo artificial, lo revelador.

Es de noche y en una cancha auxiliar del club Ferrocarril Oeste asoma un partidito. El equipo que viste camisetas de la selección argentina está compuesto íntegramente por hombres de ojos rasgados. “Argentina: fútbol, asado, vino. ¿Qué más querés?”, dice uno de ellos. Sin embargo, 48 Chuseok después de haber llegado a la Argentina, ese elixir de argentinidad no mitiga la melancolía  que creció en Chang los últimos años. ¿Qué más quiere Chang? Él mismo lo confiesa: “A mí no me alcanzaba solamente con reconciliarme con mi viejo, porque yo también me había peleado con Corea”. En su etimología, reconciliar remite a volver a hacer la unión, y 50 Chuseok resulta una invitación tan divertida como acogedora para asomarnos al arduo ejercicio de re-unión personal y colectiva que debe afrontar todo migrante.

50 Chuseok (Argentina/Corea del Sur, 2018). Dirección: Tamae Garateguy. Guión: Diego Peluffo. Fotografía: Connie Martin. Música: Christian Basso. Edición: Andres Tambornino. Sonido: Mariana Delgado. Duración: 81 minutos.

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