Es una regla que no registra casi excepciones, los mejores momentos de los festivales se encuentran en las retrospectivas. Muchos dicen que los espectadores de los festivales pueden dividirse en dos especies: los que corren riesgos y los que van a lo seguro. No soy tan terminante, hay una categoría intermedia, la de los que van a lo seguro y también corren riesgos. A esta última pertenezco. Capaz de ver bodrios como Búfalo, de Nicanor Loreti (una apuesta segura al fracaso, pero estaba filmada en mi pueblo, qué quieren), o de sufrir una decepción parcial con Tales of the Purple House, de Abbas Fahdel, el suspenso y la zozobra fueron mis compañeros de Festival. Resurgí con Vera de Covi y Frimmel y con As Bestas de Rodrigo De Sorogoyen (ver aparte), con la cual además cerré mi participación como espectador. Pero el punto alto, el que corrió en forma invariable por allá arriba, pura cima sin caídas, fue la retrospectiva de Kinuyo Tanaka. Actriz de más de 200 películas desde la época clásica del cine japonés, protagonista de Naruse, Kurosawa, Ozu y en once películas de Mizoguchi (entre ellas nada menos que La vida de Oharu, Ugetsu Monogatari, La mujer crucificada y El Intendente Sansho); Tanaka también dirigió seis películas entre 1953 y 1962, una época en que una mujer dirigiendo cine era una rareza absoluta en Japón (y no solo allí desde luego). Es de pensar que su enorme popularidad local y su amistad con Ozu, con quien escribió el guión de La luna se levanta (1955) la ayudaron en su carrera como realizadora. Además de clásicos muy conocidos como Ugetsu Monogatari de Mizoguchi, se pudo ver Madre (1952) de Mikio Naruse y La balada de Narayama de Keisuke Kinoshita (1958), primera versión de la más conocida remake de Shohei Imamura de 1985. En todas ellas Tanaka fue actriz, pudimos verla en su evolución desde la juventud a la madurez, en el blanco y negro de Mizoguchi o Naruse o en los espléndidos colores de Kinoshita. Su balada de Narayama es una obra maestra, no cabe compararla con la de Imamura. Importa saber en cambio que nos permitió ver una muestra tardía del clasicismo japonés, que incluye un banshi (el relator que acompañaba con su narración las películas japonesas durante el período mudo), un recurso muy popular que se prolongó hasta avanzada la década del treinta. Aquí el banshi no estaba en la sala sino que era una voz en off, relatando los hechos hasta promediar la película. Los colores brillantes, saturados, muchos de los escenarios de montaña y del bosque de una artificiosidad deliberada, aumentan el tono de fábula del relato (la magnífica versión de Imamura se concentraba en el drama recurriendo a una puesta más naturalista).
En blanco y negro y con una historia de gente humilde de la posguerra, Donde se ven las chimeneas (1951), de Heinosuke Gosho parece recostarse en la poderosa influencia de Ozu, acercándola en alguna medida al entonces vigente neorrealismo italiano. Un cine que se reconstruye en base a sus tradiciones y a las nuevas influencias, en un país que se reconstruye. La historia es la de dos parejas humildes (Tanaka es la esposa en una de ellas) que comparten una vivienda en Tokio durante la posguerra. Las dificultades económicas amenazan la estabilidad de ambas, hasta que la aparición de un bebé huérfano cambia las reglas del juego. Si esto es neorrealismo, su tono es reposado, el drama se vive con una discreción disciplinada. Nada explota, todo transcurre.
Pechos eternos (1955) tiene un tono semejante a aquella. Es una de las primeras películas dirigidas por Tanaka; por debajo de su tono uniforme (nunca monótono) se advierte también la inevitable influencia de Ozu. Pechos eternos es un melodrama contenido, mediante el cual Tanaka muestra con una audacia notable para su época, la situación subordinada de la mujer japonesa. Sometida y humillada por un marido infiel y poco dedicado al trabajo, su protagonista busca el amor; cuando lo consigue, un cáncer de mama aparece como un golpe definitivo. También se habla de aborto y se muestra con una crudeza inédita, la violencia y el sometimiento femenino. También sorprenden las escenas de la cirugía y sus consecuencias, las que parecen tener un grado de intención didáctica. Las especulaciones acerca de cómo una mujer logró realizar esta película en el Japón de su época, pasan por la probable influencia de su popularidad como actriz. Pero esa es una inquietud secundaria; lo que importa es la delicadeza y el equilibrio con que Kinuyo Tanaka conduce la historia.
A la altura de cualquiera de sus maestros, su obra hasta ahora desconocida por nosotros es otra de las sorpresas del inagotable tesoro del cine japonés.
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