Sobre las películas orientales que alcancé a ver en Mar del Plata.

318140-life-after-life-0-230-0-345-cropDe entre las múltiples etiquetas que se aplican al cine, una de las que me resulta menos interesante es la de “cine oriental”, categorización amplia, vasta, específica (hasta cierto punto) en su geografía pero difusa a la hora de pensar películas. ¿Qué significa el “cine oriental”? El cine que se hace allá, donde hablan raro y comen mucho pescado, posiblemente crudo. De entre todas las definiciones que se pueden aplicar al gusto personal, la de “me gusta el cine oriental” es la que me ha resultado más falsa, más vacua. ¿El cine oriental sería el cine de samuráis, un musical de Bollywood, una película coreana de autor? ¿Es cine gigante, de un lugar donde la industria todavía es saludable, o un cine minúsculo, donde el autorismo se vuelve más radical? ¿Cine de género pasado de rosca, vanguardia minimalista, películas pop?

Y, sin embargo, terminó el 31º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, miro retrospectivamente las películas que elegí ver, y encuentro que la mayoría provienen de, digamos, más allá de Oriente Medio. Al revisar la programación, y mirar ahora el catálogo, encuentro (por impresión, no por cálculo) que el número de películas orientales era relativamente menor dentro de la grilla; pero si me guiara por mis recuerdos en sala casi podría creer que asistí a una Semana del Cine Lejano.

Reviso ahora los títulos que, por una razón u otra, decidí ver, y lo que encuentro, en realidad, es una diversidad bastante radical entre las películas: desde el máximo rigor documental de observación hasta el pop virado fuera de todo eje, pasando por un espiritualismo difuso, el género ya de vuelta y el cine de autor más cohesivo jamás filmado.

No elegí ver cine oriental, pero sí fui eligiendo diferentes propuestas, muy diferentes unas entre otras, y que solo podría ver en pantalla grande en el festival. La mayoría de esas propuestas fueron orientales. La duda que me queda, entonces, es si no podría aplicarse, tal vez, la categoría “cine oriental” en términos negativos. Podría creerse que la denominación geográfica es tan amplia como, por ejemplo, “cine americano”, pero de alguna forma, y seguramente por múltiples razones, el cine oriental se nos muestra mucho más diverso y amplio que, digamos, el “cine europeo”. Tal vez se deba a una superposición de identidades y culturas diversas; tal vez tenga que ver con una superposición de industrias culturalmente diversas pero económicamente fuertes, que producen mucho y, por tanto, tienen margen para producir variado.

Sea por una cosa o por cualquier otra, el cine de allá lejos parece permitirse una libertad que va más allá de dejar un espacio para los autores (que, en definitiva, pueden aparecer casi en cualquier lado), sino que atraviesa el corazón mismo de su industria, desde los pesos pesados hasta los directores de los márgenes, que filman de todas formas sin, por ejemplo, el dogma del peso moral de la acción de sus personajes, el contenidismo social que no deja de atormentar a tantos occidentales, la idea subrepticia pero omnipresente del cine como medio para transmitir un mensaje previo e importante. Hay cine oriental así, por supuesto, y en grandes cantidades, pero también hay mucho otro, que a veces resulta difícil encontrar en el cine de acá cerca.

getÓpera prima de Zhang Hanyi, un joven director chino, producida por Jia Zhang-ke, único nombre que puede servir como referencia a la hora de adentrarse en esta aventura metafísica, Life after life es una película traslúcida, rigurosa, casi documental, sobre las familias y los fantasmas que deambulan por una zona rural dura y empobrecida de China. El frío lo penetra todo, al igual que el fantasma de una mujer muerta, que pasa a poseer el cuerpo de su hijo para poder comunicarse con su familia. El espacio consume los encuadres largos, preciosistas, preciosos, con un tono casi único de marrón que vuelve todavía más opresivo el ambiente. Los tiempos se extienden, los muertos conviven con los vivos, las familias abandonan el pueblo ya casi desierto, los árboles mueren, las vidas se cruzan.

Un tipo sale a la calle a cagarse a trompadas con el primero que se cruce. Una y otra vez. Las peleas son largas, filmadas con planos generales, con sonido seco de puño contra carne. Nada explica la violencia de Taira, ni siquiera la leve prehistoria que vamos descubriendo a través de su hermano. No hay mensaje o metáfora: hay piñas y gente que se cruza en su camino. Mariko Tetsuya va construyendo en Destruction Babies un relato que al principio es riguroso como una trompada y luego se va ampliando para tejer un relato coral, que incluye a la mafia, skaters y pandilleros, adolescentes obsesionados con las redes sociales, geishas modernas cleptómanas, y una buena cantidad de otros personajes secundarios, muchos de ellos espectadores inocentes. ¿Se puede considerar este tapiz como un retrato de la sociedad japonesa? Dudoso. Más allá de comentario sobre los medios y las redes, Destruction Babies no parece contar con un plan tan sencillo.

El gran descubrimiento de Tetsuya es la pelea que sigue siguiendo: cuando ya alguno está en el piso, sangrando y casi inconsciente, Taira vuelve a levantarse (o sigue ensañado) para continuar a las piñas.

Parte del pequeño foco dedicado a Wang Bing, su última película Bitter Money es un retrato de los trabajadores que llegan desde diferentes pueblos y zonas rurales a la ciudad de Huzhou, donde encuentran trabajo dentro de una precaria industria textil. La película comienza con lo que parece ser la última reunión de una familia, antes de que una de sus hijas deje el pueblo para ir a trabajar. Bing registra ese primer momento, casi como si su cámara no estuviera ahí, y luego la sigue en el largo, largo viaje en micro y después en tren (donde los pasajeros se apoyan para dormir hasta en los baños) hasta la ciudad. Una vez ahí, metida dentro de un taller y las habitaciones donde viven los empleados, Bitter Money se abre a las historias y los personajes que se cruza: un padre de familia alcohólico que quiere dejar la fábrica, una mujer golpeada por su esposo, jóvenes y no tanto que trabajan horas infinitas sobre máquinas de coser, comen entre telas cortadas, duermen sobre el taller y casi no salen.

ku_qian_5La crudeza, la observación directa y la cámara digital sucia hacen también a la honestidad de lo que retrata Bing, interesado menos en la denuncia que en la necesidad de retratar las vidas de esas personas, que vemos desarrollar sus vidas frente a la cámara. Testimonios, conversaciones, una narración de filigrana componen un retrato global.

A estas alturas es evidente que Johnnie To puede hacer básicamente lo que se le dé la gana. Three es una nueva demostración del maestro de la plasticidad infinita. Los últimos años de la carrera de To nos han aportado dos variaciones fundamentales: su nueva (o, por lo menos, explícita) preocupación por retratar su contexto social, sobre todo a partir del retrato de la sociedad china que ahora rodea Hong Kong, y luego de la crisis del 2008; y una pronunciada tendencia hacia la abstracción, que siempre fue un componente clave del cóctel To, pero bajo excusas genéricas que ahora se vuelven simplemente artificiosas. Si Office era el extremo de lo abstracto (con comentario sobre la economía incluido), Three vuelve al terreno del policial, esta vez más filosófico que nunca. Dicen que el contenido budista sobrevuela la trama. To vuelve con lo que mejor le sale: diálogos filosos entre policía y ladrón, vínculos tensionados, suspenso tan tan en el aire que parece imposible que no caiga, y sin embargo… La escena del tiroteo final, con ralentis mezclados con efectos especiales, mezclados con actores que se mueven muy, muy lento, justificaría cualquier película.

Hong parece estar enamorado y Yourself and Yours resulta la película más luminosa y amorosa del gran maestro coreano. Los que ya estén hartos de Hong Sang-soo no verán en esta nueva película más que más de lo mismo. Los que seguimos enamorados de Hong podemos seguir explorando ese mundo de deliciosas variaciones mínimas.

Esta vez el artefacto narrativo no se compone, a pesar de lo que puede parecer en un primer momento, de una misma historia contada una y otra vez, con leves diferencias. So Min-jung se pelea con su novio. Una y otra vez la vemos sentada en un bar o café, leyendo un libro mientras recibe los avances de hombres diversos, que se acercan porque la conocen. La respuesta de ella es siempre la misma: “No, yo no te conozco”. Las relaciones y los vínculos bailan alrededor de So Min-jung.

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