En 1971 Miguel Littin estrenó El chacal de Nahueltoro, película basada en la historia real de un peón rural menesteroso y analfabeto que, en un arranque de ira y confundida piedad, mató a su mujer y a los cinco hijos de ella. Algún fantasma primermundista la acercaba al Capote/Brooks de A sangre fría; condenado a muerte el protagonista de El Chacal… recibía en la cárcel la alfabetización y socialización de la que había carecido. La paradoja que planteaba Littin radicaba en que este hombre, al que didácticamente llevaba a considerar como víctima, recién comprendía la dimensión de su crimen cuando estaba frente al pelotón de fusilamiento.
Matar a un hombre, tercer largometraje de Alejandro Fernández Almendras, podría emparentarse con la película de Littin. Al vínculo contribuyen la cercanía geográfica: Nahueltoro y Chillán (en donde transcurre Matar a un hombre) están separadas por 25 kilómetros en el sur de Chile, sus protagonistas son parte de las clases pobres y ambos cometen homicidios. Las diferencias –los grados de pobreza y marginación, la naturaleza de sus crímenes, entre otras- pueden informar sobre los cambios de época, de ánimos y de expectativas sociales, entre otras cosas.
Jorge es un guardabosques taciturno y medroso, su diabetes es el grado máximo de su debilidad, una metáfora posible de su sometimiento (la insulina como símbolo del poder). En la diaria vuelta al complejo de derruidos monoblocks obreros en donde vive con su mujer y dos hijos jóvenes, es acosado por Kalule, un patovica gigantesco que lidera una patota barrial. Jorge y su familia toleran hasta donde pueden el bullying domiciliario de Kalule y los suyos; cuando no pueden recurren a la justicia institucional (policías y fiscales) que, por supuesto, son impotentes o no quieren ampararlos. El acoso crece, Jorge queda solo frente al mal; como no es A la hora señalada ni se anota en la saga mítica del western, hasta su esposa lo abandona. La justicia por mano propia es entonces un recurso desesperado, una condena a plazo fijo que Jorge suscribe con astucia y sin coraje. El desenlace posterior al crimen muestra tanto la culpa de Jorge, emparentada con A pleno sol de René Clément, como la impotencia y la anomia del mundo en que vive.
Las citas de películas pueden ser un fácil recurso de la memoria. Carece de importancia preguntarse si Fernández Almendras es un cineasta cinéfilo. En todo caso filma como si no lo fuera, con un estilo apaisado, privilegiando los planos generales con cámara fija y carente de énfasis. La luz neutra y delicada de la fotografía registra cada matiz del bosque patagónico y suma helada belleza a la decisiva presencia del Océano Pacífico. La figura humana se borronea en el paisaje. Las viejas aspiraciones de justicia y solidaridad también. El chacal de Nahueltoro clamaba por toda la justicia de este mundo, Matar a un hombre ocurre en un universo de seres aislados y sumisos, ocupados en sobrevivir individualmente. El bosque chillanejo es una selva. A diferencia de Miguel Littin, Fernández Almendras no busca un guía para atravesarlo. En esta época parece suficiente con registrar el camino.
Matar a un hombre (Chile, 2014) de Alejandro Fernández Almendras, 82′.
Padurea es el nombre de un cuadro que registra un tramo de bosque dominado por troncos de árboles en el primer plano. El cuadro es obra de Ion Andreescu, un artista rumano que vivió a principios del siglo XX y murió muy joven dejando una obra breve e importante. Padurea fue regalado por el presidente rumano Gheorgiu –antecesor de Ceaucescu- al mariscal Tito cuando éste visitó por primera vez Rumania como presidente de la extinta Yugoslavia. En los años sesenta del siglo pasado, Radu Bogdan, un crítico de arte rumano, rastreó el cuadro para incluirlo en un libro sobre el pintor. Las idas y vueltas burocráticas que llevaron a hallarlo en el despacho de un funcionario yugoslavo, permitieron encontrar también un micrófono oculto dentro de él ¿Lo hizo colocar Gheorgiu o su discípulo Ceaucescu para espiar al camarada Tito? ¿O fue Tito quien pretendía investigar y destituir –como lo hizo- a su segundo Rankovic, prosoviético y stalinista a diferencia de Mariscal? ¿O fue Rankovic quien pretendía lo mismo en contra de Tito? Misterio. No importa aclararlo ni The Forest (Padurea) se lo propone.
Documental o ficción, pocas veces importa menos la diferencia; The Forest es una cabal película rumana de las que conocemos en los últimos años. Absurdo, la palabra como la primera forma de incomunicación, el humor oscuro y burocrático que se solaza, burla y trasciende al costumbrismo, y un escepticismo feroz y doliente como punto de partida. La voz humana, siempre en off, a veces la supuesta del crítico Bogdan relatando su búsqueda, a veces el hilarante diálogo entre dos funcionarios del partido, que a partir de la búsqueda del cuadro van revelando los cambios de línea política. Kafka es el lugar común, el padre putativo de todo este disparate magistralmente narrado, de este mosaico que se arma y desarma al compás del sinsentido. Las imágenes periodísticas de archivo que sustentan la historia, son también una tradición del nuevo cine rumano (ver Autobiografía de Nicolae Ceacescu) y despiertan envidia y respeto por la extinta burocracia bibliotecaria del socialismo real.
The Forest (Padurea, Rumania/Serbia, 2014), de Sinisa Dragin, 73′.
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