Otra institución festivalera son los cortos. Aquí hay uno muy lindo, animado, elemental y efectivo en el que un lobo marino viaja desde la zona del puerta hasta el Auditorium. Pero además de ese, hay por lo menos tres Sucesos argentinos que cubrieron anteriores ediciones del festival y resulta fascinante verlos porque trascienden la mera evocación. En uno de ellos el locutor, cuyos textos ofrecen construcciones retóricas formales y alambicadas que humaniza algún diminutivo condescendiente durante los 50 e inflexiones autoritarias ominosas a fines de los 60 (mientras que el primer peronismo fue sobre todo paternalista, en este país el fascismo ha sido siempre antiperonista y antipopular)- ignora a Errol Flynn en detrimento de Juan José Míguez, mientras desfilan estrellas de Hollywood, del cine europeo y japonés. El mejor de todos, el más cómico y terrible a la vez, es uno que empieza como una de Lester con los Beatles en el que unos sonrientes jóvenes de traje alteran los números de los colectivos en las paradas y rompen otras señalizaciones mientras la voz en off se pregunta las razones de ese vandalismo con un tono y una elección de adjetivos que se confirman siniestros cuando comprobamos que fue filmado durante la dictadura de Onganía. Después de eso, las imágenes de la edición del festival de ese año, ya no le importan a nadie, carece de estrellas y de sol peronista.
Dos razones me hicieron quedar pese al sensualismo que lo diluye, si no lo banaliza, todo: la información dosificada al modo de los buenos thrillers y el comentario general de que había un puñado de escenas terribles. No hay ninguna, pero lo fundamental es que al margen de un par de preciosos hallazgos formales a los que nos tiene acostumbrados, la moral de la película es esquemática; el de Lindon es un personaje-mosca blanca que se revela impotente y ofensivamente blando; la concepción del mal, teniendo a mano elementos materiales concretos, es vagamente metafísica; y el esteticismo de la puesta es partícipe de dicha concepción, que, aún sin referencia religiosa explícita, se manifiesta en una representación moralista de lo sexual cuyo fetiche es un choclo ensangrentado, y parece responder a la clasificación católica de lo pecaminoso venial, con separación tajante entre amor y sexo incluida. Lo más interesante pasa, como siempre en sus películas, por la relación entre los cuerpos y la cámara, de modo tal que la visión desnuda –parcial o total- de aquellos, así como ciertos planos detalle se recortan del resto prolija y obsesivamente, acaso como signo de un empobrecimiento suntuoso de la visión.
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