Vietnam. La voz off de la directora Tham Nguyen Thi inaugura su viaje junto a un grupo entrañable de desharrapados, una troupe de travestis bajo el ala de la señora Phung que recorre zonas inhóspitas de su país con sus honrosas atracciones de medio pelo, sus brillos, carmines y lentejuelas. La directora convoca algún paisaje de su infancia del que desempolva recuerdos e impresiones de esas ferias errabundas, y decide caminar junto a su cámara y sus fantasmas para mirar de frente no ya el pasado, sino un presente que también se evapora. El último viaje de la señora Phung es una película que se percibe urgente, plagada de inmediatez y que construye su relación con los personajes con la cámara encendida, sin ocultar que la empatía es una corriente de confianza que necesita tiempo. En los primeros viajes del grupo puede sentirse la incomodidad de algunas chicas por la presencia de la cámara, cierto nerviosismo y esos momentos que otro tipo de relatos dejaría afuera, pero que acá son parte de una construcción formal que los necesita, como si la honestidad de la mirada se jugara en dejar ver sus propios límites. Entre noches de lotería, canciones desafinadas y peleas de arrabal, la presencia de la directora va pulverizando distancias y su cámara registra voces, cuerpos y espacios que se impregnan de una intimidad en la que se iluminan soledades, batallas y alegrías de una yunta que se sabe frágil, siempre a punto de desaparecer.
Mali.Quiero convencerme: Sissako no es Bier (Hermanos) ni Villeneuve (Incendies), y sus películas están lejos de otros bochornos como Babel (¿quién más que Iñárritu?) o Ajami (Copti & Shani, dúo dinámico de golpes bajos y arbitrariedades al por mayor). El suyo es también un cine de “grandes temas” que se le anima a la política y la denuncia, con el peligro que eso conlleva si uno se atiene a este mini catálogo de atrocidades cinematográficas que acabo de apuntar. Timbuktu cierra filas sobre una pequeña comunidad a la que llega un grupo yihadista que a punta de fusil toma por asalto los usos y costumbres de la gente, borrando para siempre la música, el fútbol y el tabaco, entre tantas otras cotidianeidades. Es notorio el esfuerzo del director por no caer en el exhibicionismo ni la explotación, haciendo equilibrio entre el horror y la locura (habrá espacios para lapidaciones y latigazos), mientras su película abre interrogantes sobre los límites de la ficción para hacer política con el cine en lugar de cine político, como bien apunta Fernando Pujato en el catálogo del festival. La ecuación es compleja, y la utilización del fuera de campo, la belleza de los colores, los planos nocturnos o la intromisión de la música incidental me dejan un poco perplejo, sin poder decidirme por el enojo ante el exceso de estilización poética o el convencimiento de que ésta es una película honesta. Ahí nomás me pregunto si el cine debe ser utilitario y me digo que tal vez, que no siempre, pero a veces debe servir para algo. Timbuktu hace un esfuerzo enorme por no entramparse en las lógicas banales del guion (que las tiene), en evadirse del regodeo sin esquivar el bulto y hacer de su relato algo más cercano a la crónica del horror que al cuento edulcorado para tranquilizar buenas consciencias. Película de esas que abisman la propia ética del espectador, del crítico o del cineasta, Timbuktu puede que sea, en su incomodidad y sus cornisas, una película necesaria. Se me ocurre pensar en Homeland (Irak Year Zero) y sus cinco horas de duración, en la urgencia de sus imágenes y su nula condescendencia como un espejo en el que cualquier cine con intenciones políticas podría mirarse, pero esos son otros límites, otras historias y tal vez, otros debates que llevarían mucho más tiempo de reflexión.
Argentina/Corea. Cecilia Kang dirige Mi último fracaso, película de derivas, de espacios solapados entre dos mundos y de lazos que se tienden a través de rituales culinarios, silencios y miradas de mujeres. Lo femenino es rey en este relato de historias que saltan territorios y que se instala en una zona donde familia, comunidad, desarraigo y pertenencia son aguas que viajan juntas. Es notable el trabajo del encuadre y cómo la cámara se deja atravesar por locaciones que nos cuesta ubicar acá o allá (si no fuera por un frasco de Raid apoyado en una repisa, sería imposible determinar si el atelier de la profesora Kim está ubicado en Corea o en Buenos Aires). Kang abre el juego de lo familiar, de la memoria y de una dualidad lingüística y sentimental que atraviesa su relato, una suerte de viaje interior amplificado por las voces de otros pero que vuelve irremediablemente a ella. Por eso tal vez, su presencia esporádica en cámara, la evidencia del micrófono y del equipo de rodaje no haga más que afirmar el lugar de la directora: sujeto de enunciación, testigo y parte. Los miedos, los mandatos (auto) impuestos y el cariño a veces agazapado y otras a puro rasguño se chocan sin tapujos, como esa pareja de perros que se trenza con furia para después seguir pegados y en silencio. El bolerazo del final (que lleva el título de la película) resonando en un plano fijo de las calles de Corea es arrollador.
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