phpThumb_generated_thumbnailJPEGPor Gabriel Orqueda.

Un arribo. Un accidente. La espera. Con inteligencia, con simpleza y complejidad a la vez, poniendo el foco en la organización de los elementos y en la estructura formal, Dominga Sotomayor construye en La isla (codirigida con la polaca Katarzyna Klimklewics) un relato naturalista atravesado por lo fantástico: un barco que llega; dentro del barco, un auto; dentro del auto, una persona dormida. La neblina de la mañana, con la débil luz del sol detrás, le otorga un tono gris, como de ensueño, a la escena. Luego el plano se abre, la vegetación deja paso al cemento de la ruta y sobreviene el accidente, que nunca vemos sino que oímos. A esto le sigue una sucesión de escenas cotidianas que muestran el transcurrir del tiempo, hasta que la tragedia se confirma y todo parece detenerse. Lo importante en La isla pasa más por lo que se oye que por lo que se ve. Los sonidos de la tierra, del agua, de las máquinas, son más significativos que las palabras de los protagonistas, aunque la única protagonista sea, en verdad, la propia isla.

Sotomayor y Klimklewics distribuyen la información y cargan de tensión e inquietud a una serie de escenas que, de no estar precedidas por la intriga generada en los planos iniciales, pasarían por costumbristas y aburridas. La clave está en la organización de las escenas y en el peso de la historia, que recae sobre nosotros, los espectadores. Todo el tiempo sabemos todo, mientras que los habitantes de la isla no suponen nada, no imaginan nada. Su vida parece ser la de siempre. La tragedia se confirma por la radio, el accidente en la ruta ha dejado un muerto. Ese muerto es Jaime, la persona dormida en el auto, a quien esperan dentro de la isla. A partir de aquí, el transcurrir lento, aunque constante y realista del tiempo, se vuelve artificial, se ralentiza aún más; las imágenes comienzan a extrañarse, el tono gris de ensueño vira al negro de la profundidad nocturna y la cámara comienza a moverse y a viajar, llevando un mensaje que nadie espera, o sí.

Vi La isla junto a mi amiga Lucía Ferreyra, crítica y cineasta (su corto Forastero se proyecta en el festival). Ver películas con ella supone un ahorro de tiempo considerable, sobre todo en este tipo de eventos en los que hay tanto para ver. Tajante y firme en sus opiniones (le hablé de lo buena que me había parecido la película sobre Nick Cave, 20.000 Days on earth, a lo que me respondió sin miramientos “Si hay algo que no me interesa para nada es Nick Cave”…), aun ante la ingenua esperanza que uno puede tener, como es mi caso, de que toda película puede mejorar en cualquier momento, Lucía es pragmática y transita el festival con paso firme, decidida siempre a no perder un minuto de más ante la evidencia de una mala película.

El programa comprendía, además de La isla –que es un mediometraje-, la proyección de It for Others, una película que tomaba de base a Las estatuas también mueren de Chris Marker y Alain Resnais, para reflexionar acerca del arte y de las sociedades que lo han producido a lo largo del tiempo. Planos fijos de pequeñas estatuas históricas sobre un fondo negro, sumado a la voz de la narradora que hacía recordar a las guías de museo, fueron suficientes. A los cinco minutos una palmada en el hombro y la señal inequívoca de la mano de Lucía indicándome que era el momento de irse, o por lo menos que ella se iba, no me dejó lugar para el más mínimo reparo. Abandonamos la sala rápidamente en busca de algo para tomar. Me reservo para mi colección personal de recuerdos la opinión de Lucía. La película era, evidentemente, para otros. Y a nosotros el trago nos vino muy bien.

La isla (Chile/ Polonia/ Dinamarca, 2013), de Dominga Sotomayor y Katarzyna Klimklewics, c/Rosa García-Huidobro, Francisca Castillo, Gabriela Aguilera, 30′.

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